Acerca del Significado: Crisis Adolescente. Vida y Muerte en la Adolescencia Antequera, A., Dabini, M., D´Amato, C., Antequera M. Reflexionar acerca de la vida y la muerte de los adolescentes y la decisión que sustenta las diversas modalidades de afrontarlas no es impensable, ya que ambas cuestiones están íntimamente relacionadas porque se trata de un par inseparable. Antes de un recorrido histórico se trata de compulsar el lugar de la muerte en las profundidades del sujeto. En el interjuego de las pulsiones, el espacio de la muerte es siempre ubicuo: es el punto cero, el de reposo final extraño y a la vez tan familiar. Siguiendo a Lacan, cada vez que interviene el trasfondo del Instinto de Muerte surge “una suerte de diplopia” que captura al sujeto y lo precipita en lo incierto, en el suspenso, en la incertidumbre de la indecisión. En el dominio biológico el hombre es un ser que se suicida, es un ser que se sacrifica. Frente a la pulsión mortal aparece la convergencia entre la culminación del Principio de Realidad, de objetalidad y el sacrificio. Es una “convergencia entre dos cosas totalmente distintas: entre la culminación de la realidad y la punta extrema de esa relación entre el hombre y la muerte que puede ser precisada fenomenológicamnete Hablante”. El sentido de la vida del hombre está intrincado en su vivencia, con el sentido de la muerte. Es éste último sentido lo que especifica al sujeto en relación al Instinto de Muerte. El hombre es el animal que sabe que morirá, sabe que es un animal mortal. El Trieb freudiano, noción primera y más enigmática de la teoría, tropezó con la forma y la fórmula del Instinto de Muerte: cuando no se quiere saber nada de la Muerte, al sujeto se le descubre que Ella tampoco sabe nada de él. Hay allí una forma de sublimación en torno de la cual el Ser del hombre, una vez más, gira sobre sus goznes y es, quizá, el último fruto de la sublimación con lo que el sujeto responde a su soledad. Es el intersticio de la angustia, hecho masivo que se refleja en los rasgos determinantes en el desarrollo individual humano. En el deslizamiento de la concepción de la muerte como principio y fin, la angustia transita por el sujeto en continuidad y contigüidad con la muerte. La muerte es perfectamente concebible como elemento mediador alrededor del que se construye toda la fenomenología de las relaciones humanas, factor esencial por el cual el hombre se humaniza en la relación con sus semejantes. Es el principio reintegrable en la historia del sujeto, es el anclaje mítico de su inmortalidad y desconocerlo es desconocer el elemento dinámico más importante en la cura misma. Para observar la continua y perentoria reintegración del fundamento mortal se efectúa un recorrido histórico que provee ritualidades y diferencias en cuanto a las formas de intentar conjurarla. A través de la historia se observa que la gente no ha muerto de la misma forma, ni en el mismo lugar y sin duda de las mismas causas en los últimos miles de años. La muerte en una clase social y en otra muestra diferencias en la forma de morir, es necesario realizar una lectura diacrónica (histórica) y otra sincrónica (actual) de la misma cuestión. Se puede mencionar un primer periodo, por llamarlo de alguna manera, en que el sujeto tenía la muerte bajo su dominio, avisaba cuando iba a actuar, el que iba a morir era avisado de la proximidad de su muerte. No era el médico el que daba ese aviso sino la propia persona, sabía por naturaleza, cuando llegaba el momento. En contraposición, la muerte solitaria, sin aviso, era interpretada como designio maléfico, era mal vista por el cristianismo, ya que se moría fuera de la religión que imperaba. Desde el momento que la persona recibía el aviso, comenzaba ella misma a llevar adelante el ceremonial que consistía en ubicarse en su habitación. A su lecho se acercaban todas las personas que tuvieran que ver con el muriente, familiares, escribano, cura, abogado, etc. Allí se dejaban las cosas preparadas para el tiempo post mortem. En ese lugar era visitado con gran solemnidad y respeto, principalmente la palabra, lo que decía el muriente era escuchado y quedaba en consideración de los duelistas. La muerte era tomada como un signo de la buena consideración que tenía el destino, el lecho se convertía en un lugar público y a su alrededor estaba la familia completa, inclusive los niños que no quedaban fuera del ritual. Se podría pensar en una actitud pasiva y expectante ante la muerte, la misma era parte de la herencia que dejaban los padres a sus hijos, por lo cual los niños debían estar presentes. Se aceptaba con simplicidad y los ritos se realizaban sin dramatismo. Luego de este período se realiza una transformación, un cambio, donde la muerte deja de ser algo colectivo para pasar a ser algo personal y privado, se pierde la noción colectiva de destino y se pasa a hablar de destino individual, el momento de la muerte queda asociado a la idea de juicio final, de revisión de cuentas, de debe y haber, de acciones buenas y malas, de premios y castigos. En este recuento el destino es individual, el cielo o el infierno son los caminos posibles según la Iglesia Católica. En este período, a diferencia del anterior, nadie quiere estar del lado del muriente. La muerte comienza a vincularse con la angustia, la soledad, la incertidumbre, etc. e iguales sensaciones surgen en el que realiza el duelo. Se produce un contagio en el que parece haber pocas salidas. La más frecuente es la evitación, para no verse de cara a eso que en algún momento será atravesado. La imagen del que muere comienza a ser prohibida, su cara se cubre, aparecen los cementerios en las ciudades y los muertos tienen nombre, como manera de preservar la identidad más allá del fallecimiento. La muerte que preocupa ya no es la de la comunidad o la personal, es la muerte del otro, de un familiar, del que se ama, es injusta ya que se lleva un objeto que colma el deseo del vivo, aparece entonces la noción de duelo desde el pensamiento freudiano. Al comenzar se menciona la necesidad de realizar una lectura actual de la forma de morir de los adolescentes. A diferencia de una lectura histórica, se evidencia cierta “búsqueda” de la situación de muerte, mueren en accidentes de tránsito (picadas), bajo los efectos de sobredosis acompañados por el objeto droga, en grandes grupos durante recitales casi clandestinos, desde una incierta regulación. Aunque estos no abarcan la totalidad de los casos, se acercan a la mayoría y se observa que mueren en forma caótica, brusca, sin ningún tipo de legalidad, ni de subjetividad, ya que son causas sociales, preocupaciones de todos, páginas de diarios enteras hablan de esto, pero no hay sujetos, no hay nombres… La búsqueda no se encuentra ligada al placer, en todo caso está en el orden del más allá del principio de placer, del goce, como una exageración de la satisfacción, un desborde, un exceso que confluye con la pulsión de muerte. La búsqueda de situaciones límite produce un plus de goce que intenta alejar al sujeto de la falta, le asegura cierto resguardo ante la angustia, pero el mayor obstáculo es que este plus de goce se encuentra anclado o institucionalizado para los adolescentes actuales. Los tiempos de la adolescencia cambiaron, se alargaron y parece que la crisis debe ser aún más espectacular, hay que gozar, ese es el mensaje, así viven y de la misma forma mueren. Además, naturalmente es una etapa de cambio y es saludable que así sea, donde predomina un sentimiento de transitoriedad con la sensación de que lo bueno va a desaparecer aún antes de que haya terminado. La conexión con el placer permite el disfrute antes que llegue a su fin y la posterior búsqueda necesaria en la vida. Parece difícil hablar de vida en esta etapa cuando se habla de duelos, por el Cuerpo Infantil, por los Padres de la Infancia, por una Identidad, etc., pero para la vida es necesario un estado anterior, la muerte, se trata de la lógica del deseo que moviliza. La frase primitiva “de eso no se habla”, no se ajusta a la temática de la muerte. Los ritos y ceremoniales hablan de ella, pero lo hacen a través de un rodeo simbólico a causa de la falta de significante que la nombre. Se necesita del muerto para iniciar un intento de elaboración y simbolización de la muerte propia. Frente al proceso de duelo se habla de diferentes fases y la última es la aceptación, en la que existe una sensación agradable frente a la experiencia de muerte ligada generalmente al bien morir, es el bien decir en relación con el discurso ligado al deseo del sujeto del inconsciente. Por lo tanto, el bien morir se encontraría en la misma línea acotando el goce tanto del que muere como del duelista. Desde los primeros momentos de la vida los sujetos deben enfrentarse a la posibilidad y obligación a la vez de decidir, decidir en cuanto a vivir o morir y a la manera de hacerlo. Justamente es la capacidad de realizar una decisión lo que diferencia al ser humano respecto de los animales. Todo acto en la vida del sujeto es la consecuencia de un acto preliminar que incluye la toma de una decisión. Consecuentemente con ella sobreviene la responsabilidad, donde el sujeto carga sobre sus espaldas los efectos de su decisión. Es la responsabilidad la que posibilita al sujeto ser social. Hete aquí una de las metas del trabajo analítico: poner al paciente frente a aquello de lo que se queja en tanto resultado de su decisión y lograr alguna movilización al respecto. Se trata de poder desarmar la queja que obtura e inmoviliza al sujeto en el lamento constante y ponerla a trabajar, hacerla entrar en cadena posibilitando así el desplazamiento de sentido. Enfrentarse a la queja y transformarla en protesta implica el pasaje de una posición pasiva a una activa. Así es como el psicoanálisis toma una posición frente a la temática de la decisión, puesto que considera que la capacidad de decidir no sobreviene al alcanzar la mayoría de edad, sino que es acción necesaria y fundante del aparato psíquico. Es vivir y dejar morir desde el espacio propio. El primer momento de la constitución del aparato psíquico implica un acto de afirmación-expulsión de una representación, acto en el cual se decide sobre la inscripción o no en él de un significante. Al inscribir significantes se hace cadena y el sujeto puede inscribirse como “sujetado al lenguaje”, caso contrario, no hay cadena sino un agujero que coincide con la forclusión del sujeto respecto al lenguaje, quedando así por fuera de él. Se trata de decidir qué lugar ocupar en el lenguaje, el cual preexiste al sujeto, lo espera materializado en el discurso materno. Inscribirse en él o rebelarse en su contra es el resultado de una decisión que determinará el modo de ser del sujeto en el mundo y le brindará una identidad que, patológica o no, le permitirá Ser. Es durante la Crisis de la Adolescencia donde el sujeto realiza todos los intentos necesarios para forjarse una identidad y para ello se apoyará fundamentalmente en su grupo de pares. Muchas de sus conductas son caminos recorridos en busca de identidad: consumo de diversos objetos, modas, etc. De este modo la identidad sobreviene presentándose el adolescente como “soy fan de tal grupo” o “soy consumidor de tal cosa”. Estas conductas que se evidencian como conductas en masa son propias de la etapa adolescente, pero pueden cristalizarse en la edad adulta. Y si bien en un momento sirvieron como muletas para “ser” dentro de esa crisis, potencialmente portan el peligro de que el sujeto se pierda en la identidad que provee la masa: “somos víctimas de tal tragedia”, “somos sobrevivientes de...”, “somos ahorristas estafados”, entre otras. En la comunión del dolor y la lucha por el mismo fin “somos todos iguales” con el concomitante riesgo de “ser nadie”. La diversidad que caracteriza a los sujetos se pierde en estos actos que obturan la singularidad, sin la cual no hay lugar para la expresión del deseo y sin deseo se experimenta la muerte del sujeto. En el decir “yo soy...”, “yo no soy...”, se pone en juego el sujeto del inconsciente, allí el sujeto se afirma en su decisión. Decisión reflejada en la elección de los significantes con los cuales movilizar este decir, allí donde el sujeto se encuentra representado, son los significantes con los que se expresa una verdad: la verdad subjetiva. Los lemas “somos tal cosa...” detrás de los que se embanderan muchos sujetos, pretenden representar el decir singular, logrando contrariamente la disolución de lo singular y revelando una verdad muy diferente a la subjetiva. También es la enfermedad, a través de los significantes en los cuales se articula su nombre, la que le confiere al sujeto cierta identidad, le da una existencia que fuera de ella no tendría. La enfermedad es así un modo de presentación frente al mundo que no reconoce al adolescente como niño, pero tampoco como adulto. Cuando el sujeto se presenta al análisis con su enfermedad, con su padecimiento, debe decidir entre perpetuarse y afirmarse en la posición de enfermo o echar luz sobre su historia y reescribirla, sobre hacerse o no una pregunta, sobre ser o no paciente. También el momento de poner punto final al análisis presupone una decisión. Se presenta un caso clínico que ilustra el estado adolescente: Juan tiene 13 años y consulta acompañado por su madre, derivado del Servicio de Dermatología presentando picazón en todo el cuerpo, sintomatología física sobre la cual se le practicaron innumerables estudios y sin embargo no se halló causa orgánica, presumiendo entonces origen psíquico. Juan se presenta como un chico amable y de actitud colaborativa. Durante el transcurso de la primera entrevista, y constantemente a lo largo de todo el tratamiento, realiza un detallado despliegue de las enfermedades que en su decir “le vienen” (broncoespasmos, escoriaciones dérmicas, tics). Al referirse al motivo de consulta se circunscribe a repetir lo dicho por su médico “puede ser por los nervios”, pero él no se implica en ello, dice desconocer la relación entre sus enfermedades y la terapia psicológica; pero concurre semanalmente sin faltar, cuestión que marca una cierta presencia aún en ausencia real. El tratamiento duró cuatro meses durante los cuales Juan se ocupó de referirse única y exclusivamente a sus enfermedades, aquellas preguntas que ponían en juego su subjetividad eran eludidas con la misma respuesta estereotipada “No sé”, “No pienso nada”. En la última sesión, sin saber ninguno que sería la última, su madre pide una entrevista durante la que manifiesta preocupación porque Juan comenzó a dibujar cosas extrañas, relacionadas con la muerte. En ese instante, Juan comienza a dirigirse agresivamente hacia su madre, insultándola por todo; comienza a quejarse porque ella lo obliga a concurrir al tratamiento y a hacer muchas cosas en su vida que él no desea, pero a las que se somete obedientemente. A modo de intervención, se le señala a la madre la ineficacia del tratamiento en tales condiciones, dado que Juan no deseaba concurrir y a él se le indica que la continuación o no del tratamiento depende de su decisión. Se le indica también que tendrá un turno para la semana próxima pero que sólo concurrirá si él lo decide. Su madre se muestra conforme, pero él no concibe tener asignado un turno y “faltar”. Se insiste en tal intervención y se resalta la decisión que él mismo debe tomar más allá de la voluntad de su madre. Juan no concurrió más. No caben dudas que no se trata aquí de un final de análisis ni del alta del paciente. En este caso, el tratamiento posibilitó un cambio en la posición de Juan. Hasta ese entonces él se mantuvo como un obediente extremo del Orden Médico y del Orden Materno. A partir del enfrentamiento, ante una decisión, Juan decidió y se puso al servicio del Orden Subjetivo. De allí en más, lo espera un camino a recorrer con su decisión y sus consecuencias. Si el tratamiento le permite cambiar su posición y actuar conforme a ella, el objetivo está cumplido. ?? ?? ?? ??