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Victimización o responsabilidad en los tiempos de la niñez
Alfano, Adriana

 

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Para introducir el tema de la victimización de la niñez, partiremos de considerar el concepto de víctima. Este término alude, en una de sus acepciones, a la “persona que padece daño por culpa ajena o por causa fortuita”[1]. Es decir, se trata de alguien que no está involucrado en la causa de su padecimiento, pues su condición de víctima deriva del daño producido por otros o por el azar.

A partir de esto mismo - la causa de su padecimiento-, las víctimas son agrupadas dentro de un conjunto que las nombra. Así, según el tipo de  situaciones que atravesaron, encontramos a víctimas de la violencia familiar,  víctimas de la desocupación, víctimas de la inseguridad, víctimas de desastres climáticos, etc., dejando por fuera del conjunto correspondiente cualquier diferencia entre los sujetos allí comprendidos.

Esa entidad de víctimas nucleadas por el padecimiento compartido, en principio, potencia la lucha en favor de sus derechos, permite que sean escuchadas por los organismos que deben dar una respuesta a sus reclamos, impulsa el tema en el debate social y promueve la memoria colectiva. Pero esta vía, que es por cierto valiosa en la búsqueda de justicia, pierde de vista la relación de cada sujeto con su propio padecimiento.

Es decir, abarcando a todos desaloja a cada uno, equipara en el conjunto lo que no es equiparable en el uno por uno y pasa por alto que aquello que puede beneficiar al grupo afectado no resulta necesariamente favorecedor en cada sujeto. De esta manera, quien es nombrado por su marca de víctima queda incluido en la uniformidad, creyendo que los demás sufren de lo mismo que sufre él. Y como los efectos del daño nunca son uniformes, se pierden por esta vía las diferencias subjetivas.

Hasta aquí, los posibles efectos en el propio sujeto considerado víctima. Ahora bien, ¿cuál es la lectura del lugar de la víctima que hacen los otros, los que están por fuera del grupo? Tomaremos un caso para ver qué sucede cuando intervienen la opinión pública y la opinión de los especialistas en los medios.

En mayo de 2008, los medios de comunicación anunciaron que dos niños de 7 y 9 años habían matado a una niña de 2. Los diarios publicaron que los funcionarios judiciales intervinientes se estremecieron al escuchar el relato del crimen por parte de los pequeños victimarios, ya que eran conscientes del dolor que le infligían a la víctima y aun así no se detuvieron. Luego declararon los vecinos que ambos niños formaban parte de un grupo familiar de características violentas, donde todos los hermanos eran castigados y observaban a diario escenas de violencia. En ese momento, los mismos vecinos se oponían a que los niños regresaran a vivir en el barrio, y tampoco resultaba posible encontrar una institución que estuviese en condiciones adecuadas de albergarlos. Hubo quien se aventuró a decir también que debían ser entregados en adopción[2].

En definitiva, los niños que cometieron el crimen ¿son victimarios o víctimas? Si resultan victimarios en la escena del crimen y víctimas en la escena familiar, entonces ¿qué dirección debería darse a la intervención de las instituciones (judiciales, asistenciales, profesionales)? Y la niña asesinada, que deambulaba sin el cuidado de un adulto, ¿es víctima de niños violentos o de desamparo familiar? ¿Cuál sería la manera conveniente de materializar la restitución de derechos en el marco de las políticas de protección integral de la niñez? ¿La forma es la misma cualquiera sea la lectura de la situación?

Cuando se trata de jóvenes institucionalizados por infracciones a la ley penal, sucede algo similar. En el ámbito del encierro, son considerados víctimas de la exclusión social, a quienes el Estado debe restituir sus derechos en falta. Pero al ser puestos en libertad, son desalojados del lugar de víctimas, y este lugar es ocupado de forma automática por aquellos que fueron agredidos o podrían llegar a serlo por parte de los mismos jóvenes que antes eran víctimas. De esta manera se produce un continuo, donde resultan tanto vulnerables como peligrosos. Es decir, aquí nuevamente, víctimas en una escena, victimarios en otra.

La inocencia de la víctima y la crueldad del victimario convergen en el mismo sujeto según el discurso que los tome, o, dicho de otra manera, la lectura mediática, ideológica, socioeconómica, de género, etc., que se haga de su situación particular.

El filósofo francés Alain Badiou nos invita a pensar con otras coordenadas. En su libro Reflexiones sobre nuestro tiempo dice que “es necesario romper con la concepción victimista del hombre y de sus derechos, y dejar de pensar que la figura humana sólo se perfila entre la víctima y la compasión por la víctima”. Y agrega, de manera algo provocativa: “La humanidad es sin duda una especie animal. Es mortal y cruel. Pero ni la mortalidad ni la crueldad pueden definir la singularidad humana en el mundo de los vivos. El hombre, como verdugo, es una abyección animal. Pero (y hay que tener coraje para decirlo) como víctima no vale por lo general más que el verdugo”[3].

Este es, indudablemente, un pensamiento muy fuerte, y debemos entenderlo en la línea de lo que veníamos planteando (dejemos pendientes todavía las diferencias relativas a la niñez o la adultez). Allí donde la víctima queda por completo ajena a las causas de su padecimiento, sea porque haya sido provocado por otros o haya sido resultado de un azar trágico, está ocupando el mismo lugar al que puede recurrir el victimario para exculparse, sustentándose en su propio desamparo, en su propia exclusión, por haber recibido órdenes de otros, o porque -sin quererlo él- alguien quedó en la línea de fuego.

Tanto víctima como victimario, entonces, quedan desimplicados subjetivamente de aquella situación que los tuvo por protagonistas, en la medida en que se someten a una causa de la que son por completo ajenos, se trate de un semejante, lo fortuito, el destino o sus circunstancias sociales.

En el marco de una concepción victimista, es lógicamente esperable que cualquier intervención institucional se torne una revictimización. Es decir, todo niño o joven que ha padecido una exclusión social, ha atravesado el desamparo familiar o ha sido de alguna manera violentado, en tanto no se le restituyen los derechos vulnerados en su medio de origen sino que con ese objetivo se lo institucionaliza, se convierte necesariamente en una víctima revictimizada.

Encontramos aquí algo emparentado con la repetición, en tanto la intervención de las instituciones es considerada un mecanismo de control social y, en la medida que éste se ejerce desde el mismo lugar de poder que causa la exclusión, reproduce las mismas condiciones dentro del ámbito institucional.  

Uno de los inconvenientes de realizar únicamente esta lectura de lo institucional es conducirse hacia la impotencia, debido a que no hallaremos forma alguna de restituir por completo aquello que no estuvo en el momento en que debía estar. Y menos aún encontraremos posibilidades de reparar por completo los estragos producidos por aquella privación.

Antes de avanzar, resulta importante aclarar que no se trata de restar importancia al sufrimiento de quienes son considerados víctimas, ni tampoco estamos orientándonos hacia su culpabilización en el sentido moral del término, sino que estamos intentando situar el atolladero con el que nos encontramos al abordar la valoración de la víctima o su pertenencia a un grupo de afectados.

Ahora bien, una vez hecha esta aproximación al concepto de víctima, abordaremos algunas cuestiones relativas a la diferencia entre niño y adulto, para intentar luego una articulación posible entre las dos nociones.

Para este punto, referido a la diferenciación entre niño y adulto, nos apoyaremos en una tesis del historiador argentino Ignacio Lewkowicz respecto del cambio producido en el estatuto del Estado, y las modificaciones que esto produce en la subjetividad. Este autor sostiene[4] que el Estado nación ha devenido Estado técnico administrativo. Así como el primero funda su representación en la soberanía nacional, el segundo lo hace por la vía técnica y contable. En el Estado nación, los derechos resultan de prohibiciones y obligaciones, es decir, “los derechos son todo aquello que no se sustrae a algún deber”. “El deber legal es la instancia primera; los derechos son una instancia derivada”. Por el contrario, “en los Estados técnico administrativos, los derechos no son el subproducto de una ley que prohíbe sino que resultan de la afirmación directa de unas series casi ilimitadas de derechos…” El enunciado que funda al primero es “hay ley, ergo, tengo derechos”. En el segundo es “tengo derechos”. La diferencia no es poca: los primeros se producen simbólicamente, derivados de una prohibición, y ésta constituye su límite; los segundos son establecidos a partir de una auto proclamación, y el límite no está dado por la prohibición sino por la imposibilidad de obtenerlos.

La transformación que se produce en la subjetividad con la caída del Estado nación, según Lewkowicz[5], se traduce en el pasaje de la categoría de ciudadano a la de consumidor, en la que el niño es tomado también como un consumidor más, destituyendo de esta manera la diferencia con el adulto que era contemplada dentro de la categoría de ciudadano. Es decir, en este pasaje, el niño deja de ser un ciudadano en formación y adquiere los derechos del consumidor, equiparándose al adulto.

Es necesario aclarar que el autor falleció antes de que en nuestro país se sancionara la Ley de Protección Integral de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes (26.061 / 2005) que, en concordancia con la Convención de los Derechos de Niño, deja de tomar al niño como un objeto pasivo de intervención por parte del Estado, la sociedad y la familia para considerarlo un ciudadano pleno a partir de su nacimiento. Al mismo tiempo que equipara al niño y al adulto en el concepto de ciudadanía, hace que la protección de la ley ya no recaiga sobre el niño sino sobre los derechos que le asisten.

No estamos en condiciones aún de ponderar sus consecuencias, que seguramente serán positivas en muchos aspectos. Pero para evitar el plano de la declamación y dejar asentados algunos interrogantes, resulta pertinente traer nuevamente aquí una cita de Alain Badiou, esta vez del libro El siglo[6]: “La cuestión (…) consiste siempre en conocer el precio que, en materia de definición del hombre, se paga por cualquier ampliación de sus derechos. Pues una igualdad es reversible. Si el niño tiene los derechos del hombre, esto puede significar que es un hombre, pero también tener por condición que éste acepte no ser más que un niño.”

Si niño y adulto tenían distinto estatuto como ciudadanos y luego pasaron a tener igual estatuto de consumidores, ¿cuál será el devenir de su equiparación como ciudadanos plenos al mismo tiempo que consumidores activos? Y si el enunciado “hay ley, ergo, tengo derechos” del Estado nación cambia por el de “tengo derechos” del Estado técnico administrativo, ¿estará habilitando a estos ciudadanos niños a reclamar derechos con el único límite de la posibilidad de ser obtenidos, sin tener obligaciones enmarcadas en el límite de la ley?

Ahora bien, si los niños y adolescentes ya no son considerados objeto de protección, sino que han devenido titulares activos de los mismos derechos fundamentales de los adultos más otros derechos específicos, debemos pensar qué tipo de responsabilidad les concierne –si es que pensamos que les concierne alguna- por el ejercicio de la ciudadanía.

Si bien la ley 26061 no recurre al concepto de responsabilidad, se aproxima a ella a través de la noción de autonomía progresiva.  Su texto se ve obligado a contemplar una gradación en el nivel de decisión o de autodeterminación del niño. En el artículo 3.d. se establece que para la “máxima satisfacción, integral y simultánea de los derechos y garantías reconocidos en esta ley” deberá respetarse “su edad, grado de madurez, capacidad de discernimiento y demás condiciones personales”. Es decir, que si bien el niño es titular de sus derechos desde el nacimiento, no podrá ejercerlos sino de manera progresiva.  

En este sentido, es esperable que el adulto vaya propiciando la autonomía del niño, de acuerdo con su desarrollo madurativo. Se trata de un proceso que, vinculado con la función educativa que ejercen la familia y la escuela, va creando responsabilidad en el niño. O sea, que desde la misma perspectiva en que se piensa la autonomía progresiva, también la responsabilidad tiene un carácter de adquisición progresiva, y recae sobre las elecciones de creciente complejidad que deberá ir realizando el niño. Fundamentalmente es un proceso que tiende a que el niño tome conciencia de las consecuencias que sus propias acciones conllevan tanto sobre sí mismo como sobre los demás.

Al respecto, nuestro Código Civil (Art. 921) toma el discernimiento como una pauta de responsabilidad en el niño, distinguiendo el discernimiento para los actos ilícitos, que se adquiere a los 10 años, y para los actos lícitos, que se alcanza más tarde que para los ilícitos, recién a los 14 años. No obstante, que el niño tenga capacidad de discernir respecto de determinados actos, no implica que sea considerado jurídicamente responsable por ellos. Más allá de que el niño pueda discriminar que lo que ha hecho resulta ilícito, y más allá incluso de la mayor o menor gravedad del acto ilícito, no responde por él ante la ley.

Entonces, la ley se aproxima al concepto de responsabilidad en el niño a través de su capacidad de discernir y de su autonomía progresiva. Es decir, que la ley se apoya en la noción de sujeto de la conciencia. Si bien no tiene responsabilidad jurídica frente a sus actos, la responsabilidad que le concierne al niño en el terreno de los derechos es sin dudas la del sujeto de la conciencia. Para hablar de responsabilidad, tomamos su definición clásica, del latín respondere, donde responsable es aquel que está obligado a responder o de quien es esperable una respuesta.

Entonces, sabemos cuáles son sus derechos, pero ¿de qué es responsable el niño cuando todavía no es esperable de él que responda por sus actos ante la ley?

En este punto al que arribamos vamos a abrir la noción de responsabilidad en el niño con algunos elementos que nos brinda el psicoanálisis. Es decir, la pregunta acerca de qué es responsable el niño, o bien, frente a qué es esperable su respuesta, no será ahora como ciudadano, como sujeto de derechos ni como sujeto de la conciencia.

El psicoanálisis no piensa al niño a través de etapas evolutivas del desarrollo que ponen de manifiesto diversos aspectos madurativos esperados según la edad cronológica. No lo hace porque se apoya en una noción de sujeto que, si bien admite distinciones temporales, se sostiene en el campo del lenguaje, en tanto campo propio de lo humano. El leguaje espera al niño en una precedencia lógica a su existencia y se materializa en la palabra de quienes lo nombran antes de nacer.

Pero nacer al mundo de la lengua implica acceder a una dimensión de pérdida. En la medida que un humano necesita imprescindiblemente de otro para sobrevivir, esta demanda de cuidado -que se iniciará como un grito- estará siempre marcada por una pérdida: en esos momentos inaugurales se producirá un resto de aquella demanda que no puede ser transformada en palabras. Y es esta falta, falla o incompletud estructural la que funda al sujeto y pone en marcha la singularidad de sus respuestas frente a ella. Es allí mismo donde anida la responsabilidad de la que el sujeto no puede escapar. Por eso mismo Freud  adjudicó responsabilidad al sujeto hasta por el contenido de sus propios sueños.  

Como puede deducirse, no se trata entonces para el psicoanálisis de un niño objeto pasivo del discurso familiar, sino de un sujeto que tiene que hacer algo con aquello que se le ofrece, que debe hacer una elección a partir de las condiciones de posibilidad que encuentra. Asimismo, en la medida que viene a ocupar un lugar designado para él en la sucesión de generaciones, significa que se espera algo de él, se quieren cosas de él, aunque para sí mismo eso resulte  enigmático o desconocido. Por lo tanto, también deberá decidir acerca de qué se trata eso. No tiene carácter de decisión voluntaria y conciente, sino que tiene carácter de respuesta. Esa respuesta que le concierne al niño se ubica ya en el campo de la responsabilidad.     

El acto que constituye al niño como tal es el juego. Podríamos decir entonces que el niño responde en y por su juego, y en tanto permanezca en un marco de ficción donde muerte y sexualidad queden excluidas como acto. Si no se excluye la muerte, el juego se aniquila. Dicho de otro modo, si un niño mata -lo que equivale a salir de la escena inofensiva del juego- pierde su estricta condición de niño.

Hablar de responsabilidad en tiempos de la niñez da lugar, entonces, a contemplar al niño en su singularidad y no en su rango etario. Por el contrario, la victimización reduce al niño a la marca que porta (ya sea de orden médico, psicológico, jurídico, social, económico, educativo, étnico), lo coagula en el lugar que otros le asignan y lo destina a formar parte de un grupo que es representado por ese estigma.

No pretendemos dejar de lado las circunstancias que, más allá del propio sujeto, conformaron un campo de determinación en el que está inmerso, pero es abriéndose paso en ese campo de determinación ajeno a él que el sujeto decide. Siempre se decide en situación, y cada quien decide de manera distinta.

Que el niño tome la palabra como corresponde a sus derechos se diferencia radicalmente del dejarse subsumir en la categoría de víctima o de dejarse amparar en su marca. Cabe preguntarse, no obstante, bajo qué forma tomar la palabra del niño como modo de apropiación de sus actos, sin que esto conduzca a borrar el límite que separa su responsabilidad de la del adulto. En especial, en aquellos casos en que es la familia misma la que, habiendo  quedado desamarrada de la ley, deja inerme al niño frente a su propio acto criminal.

La responsabilidad convoca al sujeto a responder por su acto, independientemente de que sea o no responsable por él en el ámbito jurídico.


 

[1] Cf. Diccionario de la Real Academia Española, Espasa Calpe, 1981.

Una primera versión de este artículo fue publicado en la revista de la Asociación de Psicólogos Forenses de la República Argentina N° 20, APFRA 2008, bajo el título De la segregación a la ciudadanía. Algunos aportes desde la ética del psicoanálisis.

[2] La noticia del crimen de Milagros, una niña del partido bonaerense de Almirante Brown, apareció en los diarios el 21-05-08.

[3] Badiou, Alain. Reflexiones sobre nuestro tiempo. Interrogantes acerca de la ética, la política y la experiencia de lo inhumano, Ediciones del Cifrado, 2006, pág. 39.

[4] Lewkowicz, Ignacio. Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez, Paidós, 2004.

[5] Op. Cit.

[6] Badiou, Alain. El siglo, Manantial, 2006, pág. 102.