Para
introducir el tema de la victimización de la niñez, partiremos
de considerar el concepto de víctima. Este término alude, en una
de sus acepciones, a la “persona que padece daño por culpa ajena
o por causa fortuita”.
Es decir, se trata de alguien que no está involucrado en la
causa de su padecimiento, pues su condición de víctima deriva
del daño producido por otros o por el azar.
A
partir de esto mismo - la causa de su padecimiento-, las
víctimas son agrupadas dentro de un conjunto que las nombra.
Así, según el tipo de situaciones que atravesaron, encontramos
a víctimas de la violencia familiar, víctimas de la
desocupación, víctimas de la inseguridad, víctimas de desastres
climáticos, etc., dejando por fuera del conjunto correspondiente
cualquier diferencia entre los sujetos allí comprendidos.
Esa
entidad de víctimas nucleadas por el padecimiento compartido, en
principio, potencia la lucha en favor de sus derechos, permite
que sean escuchadas por los organismos que deben dar una
respuesta a sus reclamos, impulsa el tema en el debate social y
promueve la memoria colectiva. Pero esta vía, que es por cierto
valiosa en la búsqueda de justicia, pierde de vista la relación
de cada sujeto con su propio padecimiento.
Es
decir, abarcando a todos desaloja a cada uno, equipara en el
conjunto lo que no es equiparable en el uno por uno y pasa por
alto que aquello que puede beneficiar al grupo afectado no
resulta necesariamente favorecedor en cada sujeto. De esta
manera, quien es nombrado por su marca de víctima queda incluido
en la uniformidad, creyendo que los demás sufren de lo mismo que
sufre él. Y como los efectos del daño nunca son uniformes, se
pierden por esta vía las diferencias subjetivas.
Hasta aquí, los posibles efectos en el propio sujeto considerado
víctima. Ahora bien, ¿cuál es la lectura del lugar de la víctima
que hacen los otros, los que están por fuera del grupo?
Tomaremos un caso para ver qué sucede cuando intervienen la
opinión pública y la opinión de los especialistas en los medios.
En
mayo de 2008, los medios de comunicación anunciaron que dos
niños de 7 y 9 años habían matado a una niña de 2. Los diarios
publicaron que los funcionarios judiciales intervinientes se
estremecieron al escuchar el relato del crimen por parte de los
pequeños victimarios, ya que eran conscientes del dolor que le
infligían a la víctima y aun así no se detuvieron. Luego
declararon los vecinos que ambos niños formaban parte de un
grupo familiar de características violentas, donde todos los
hermanos eran castigados y observaban a diario escenas de
violencia. En ese momento, los mismos vecinos se oponían a que
los niños regresaran a vivir en el barrio, y tampoco resultaba
posible encontrar una institución que estuviese en condiciones
adecuadas de albergarlos. Hubo quien se aventuró a decir también
que debían ser entregados en adopción.
En
definitiva, los niños que cometieron el crimen ¿son victimarios
o víctimas? Si resultan victimarios en la escena del crimen y
víctimas en la escena familiar, entonces ¿qué dirección debería
darse a la intervención de las instituciones (judiciales,
asistenciales, profesionales)? Y la niña asesinada, que
deambulaba sin el cuidado de un adulto, ¿es víctima de niños
violentos o de desamparo familiar? ¿Cuál sería la manera
conveniente de materializar la restitución de derechos en el
marco de las políticas de protección integral de la niñez? ¿La
forma es la misma cualquiera sea la lectura de la situación?
Cuando se trata de jóvenes institucionalizados por infracciones
a la ley penal, sucede algo similar. En el ámbito del encierro,
son considerados víctimas de la exclusión social, a quienes el
Estado debe restituir sus derechos en falta. Pero al ser puestos
en libertad, son desalojados del lugar de víctimas, y este lugar
es ocupado de forma automática por aquellos que fueron agredidos
o podrían llegar a serlo por parte de los mismos jóvenes que
antes eran víctimas. De esta manera se produce un continuo,
donde resultan tanto vulnerables como peligrosos. Es decir, aquí
nuevamente, víctimas en una escena, victimarios en otra.
La
inocencia de la víctima y la crueldad del victimario convergen
en el mismo sujeto según el discurso que los tome, o, dicho de
otra manera, la lectura mediática, ideológica, socioeconómica,
de género, etc., que se haga de su situación particular.
El
filósofo francés Alain Badiou nos invita a pensar con otras
coordenadas. En su libro Reflexiones sobre nuestro tiempo
dice que “es necesario romper con la concepción victimista del
hombre y de sus derechos, y dejar de pensar que la figura humana
sólo se perfila entre la víctima y la compasión por la víctima”.
Y agrega, de manera algo provocativa: “La humanidad es sin duda
una especie animal. Es mortal y cruel. Pero ni la mortalidad ni
la crueldad pueden definir la singularidad humana en el mundo de
los vivos. El hombre, como verdugo, es una abyección animal.
Pero (y hay que tener coraje para decirlo) como víctima no vale
por lo general más que el verdugo”.
Este
es, indudablemente, un pensamiento muy fuerte, y debemos
entenderlo en la línea de lo que veníamos planteando (dejemos
pendientes todavía las diferencias relativas a la niñez o la
adultez). Allí donde la víctima queda por completo ajena a las
causas de su padecimiento, sea porque haya sido provocado por
otros o haya sido resultado de un azar trágico, está ocupando el
mismo lugar al que puede recurrir el victimario para exculparse,
sustentándose en su propio desamparo, en su propia exclusión,
por haber recibido órdenes de otros, o porque -sin quererlo él-
alguien quedó en la línea de fuego.
Tanto víctima como victimario, entonces, quedan desimplicados
subjetivamente de aquella situación que los tuvo por
protagonistas, en la medida en que se someten a una causa de la
que son por completo ajenos, se trate de un semejante, lo
fortuito, el destino o sus circunstancias sociales.
En
el marco de una concepción victimista, es lógicamente esperable
que cualquier intervención institucional se torne una
revictimización. Es decir, todo niño o joven que ha padecido una
exclusión social, ha atravesado el desamparo familiar o ha sido
de alguna manera violentado, en tanto no se le restituyen los
derechos vulnerados en su medio de origen sino que con ese
objetivo se lo institucionaliza, se convierte necesariamente en
una víctima revictimizada.
Encontramos aquí algo emparentado con la repetición, en tanto la
intervención de las instituciones es considerada un mecanismo de
control social y, en la medida que éste se ejerce desde el mismo
lugar de poder que causa la exclusión, reproduce las mismas
condiciones dentro del ámbito institucional.
Uno
de los inconvenientes de realizar únicamente esta lectura de lo
institucional es conducirse hacia la impotencia, debido a que no
hallaremos forma alguna de restituir por completo aquello que no
estuvo en el momento en que debía estar. Y menos aún
encontraremos posibilidades de reparar por completo los estragos
producidos por aquella privación.
Antes de avanzar, resulta importante aclarar que no se trata de
restar importancia al sufrimiento de quienes son considerados
víctimas, ni tampoco estamos orientándonos hacia su
culpabilización en el sentido moral del término, sino que
estamos intentando situar el atolladero con el que nos
encontramos al abordar la valoración de la víctima o su
pertenencia a un grupo de afectados.
Ahora bien, una vez hecha esta aproximación al concepto de
víctima, abordaremos algunas cuestiones relativas a la
diferencia entre niño y adulto, para intentar luego una
articulación posible entre las dos nociones.
Para
este punto, referido a la diferenciación entre niño y adulto,
nos apoyaremos en una tesis del historiador argentino Ignacio
Lewkowicz respecto del cambio producido en el estatuto del
Estado, y las modificaciones que esto produce en la
subjetividad. Este autor sostiene
que el Estado nación ha devenido Estado técnico administrativo.
Así como el primero funda su representación en la soberanía
nacional, el segundo lo hace por la vía técnica y contable. En
el Estado nación, los derechos resultan de prohibiciones y
obligaciones, es decir, “los derechos son todo aquello que no se
sustrae a algún deber”. “El deber legal es la instancia primera;
los derechos son una instancia derivada”. Por el contrario, “en
los Estados técnico administrativos, los derechos no son el
subproducto de una ley que prohíbe sino que resultan de la
afirmación directa de unas series casi ilimitadas de derechos…”
El enunciado que funda al primero es “hay ley, ergo, tengo
derechos”. En el segundo es “tengo derechos”. La diferencia no
es poca: los primeros se producen simbólicamente, derivados de
una prohibición, y ésta constituye su límite; los segundos son
establecidos a partir de una auto proclamación, y el límite no
está dado por la prohibición sino por la imposibilidad de
obtenerlos.
La
transformación que se produce en la subjetividad con la caída
del Estado nación, según Lewkowicz,
se traduce en el pasaje de la categoría de ciudadano a la de
consumidor, en la que el niño es tomado también como un
consumidor más, destituyendo de esta manera la diferencia con el
adulto que era contemplada dentro de la categoría de ciudadano.
Es decir, en este pasaje, el niño deja de ser un ciudadano en
formación y adquiere los derechos del consumidor, equiparándose
al adulto.
Es
necesario aclarar que el autor falleció antes de que en nuestro
país se sancionara la Ley de Protección Integral de Derechos de
Niños, Niñas y Adolescentes (26.061 / 2005) que, en concordancia
con la Convención de los Derechos de Niño, deja de tomar al niño
como un objeto pasivo de intervención por parte del Estado, la
sociedad y la familia para considerarlo un ciudadano pleno a
partir de su nacimiento. Al mismo tiempo que equipara al niño y
al adulto en el concepto de ciudadanía, hace que la protección
de la ley ya no recaiga sobre el niño sino sobre los derechos
que le asisten.
No
estamos en condiciones aún de ponderar sus consecuencias, que
seguramente serán positivas en muchos aspectos. Pero para evitar
el plano de la declamación y dejar asentados algunos
interrogantes, resulta pertinente traer nuevamente aquí una cita
de Alain Badiou, esta vez del libro El siglo:
“La cuestión (…) consiste siempre en conocer el precio que, en
materia de definición del hombre, se paga por cualquier
ampliación de sus derechos. Pues una igualdad es reversible. Si
el niño tiene los derechos del hombre, esto puede significar que
es un hombre, pero también tener por condición que éste acepte
no ser más que un niño.”
Si
niño y adulto tenían distinto estatuto como ciudadanos y luego
pasaron a tener igual estatuto de consumidores, ¿cuál será el
devenir de su equiparación como ciudadanos plenos al mismo
tiempo que consumidores
activos? Y si el enunciado “hay ley, ergo, tengo derechos” del
Estado nación cambia por el de “tengo derechos” del Estado
técnico administrativo, ¿estará habilitando a estos ciudadanos
niños a reclamar derechos con el único límite de la posibilidad
de ser obtenidos, sin tener obligaciones enmarcadas en el límite
de la ley?
Ahora bien, si los niños y adolescentes ya no son considerados
objeto de protección, sino que han devenido titulares activos de
los mismos derechos fundamentales de los adultos más otros
derechos específicos, debemos pensar qué tipo de responsabilidad
les concierne –si es que pensamos que les concierne alguna- por
el ejercicio de la ciudadanía.
Si
bien la ley 26061 no recurre al concepto de responsabilidad, se
aproxima a ella a través de la noción de autonomía progresiva.
Su texto se ve obligado a contemplar una gradación en el nivel
de decisión o de autodeterminación del niño. En el artículo 3.d.
se establece que para la “máxima satisfacción, integral y
simultánea de los derechos y garantías reconocidos en esta ley”
deberá respetarse “su edad, grado de madurez, capacidad de
discernimiento y demás condiciones personales”. Es decir, que si
bien el niño es titular de sus derechos desde el nacimiento, no
podrá ejercerlos sino de manera progresiva.
En
este sentido, es esperable que el adulto vaya propiciando la
autonomía del niño, de acuerdo con su desarrollo madurativo. Se
trata de un proceso que, vinculado con la función educativa que
ejercen la familia y la escuela, va creando responsabilidad en
el niño. O sea, que desde la misma perspectiva en que se piensa
la autonomía progresiva, también la responsabilidad tiene un
carácter de adquisición progresiva, y recae sobre las elecciones
de creciente complejidad que deberá ir realizando el niño.
Fundamentalmente es un proceso que tiende a que el niño tome
conciencia de las consecuencias que sus propias acciones
conllevan tanto sobre sí mismo como sobre los demás.
Al
respecto, nuestro Código Civil (Art. 921) toma el discernimiento
como una pauta de responsabilidad en el niño, distinguiendo el
discernimiento para los actos ilícitos, que se adquiere a los 10
años, y para los actos lícitos, que se alcanza más tarde que
para los ilícitos, recién a los 14 años. No obstante, que el
niño tenga capacidad de discernir respecto de determinados
actos, no implica que sea considerado jurídicamente responsable
por ellos. Más allá de que el niño pueda discriminar que lo que
ha hecho resulta ilícito, y más allá incluso de la mayor o menor
gravedad del acto ilícito, no responde por él ante la ley.
Entonces, la ley se aproxima al concepto de responsabilidad en
el niño a través de su capacidad de discernir y de su autonomía
progresiva. Es decir, que la ley se apoya en la noción de sujeto
de la conciencia. Si bien no tiene responsabilidad jurídica
frente a sus actos, la responsabilidad que le concierne al niño
en el terreno de los derechos es sin dudas la del sujeto de la
conciencia. Para hablar de responsabilidad, tomamos su
definición clásica, del latín respondere, donde
responsable es aquel que está obligado a responder o de quien es
esperable una respuesta.
Entonces, sabemos cuáles son sus derechos, pero ¿de qué es
responsable el niño cuando todavía no es esperable de él que
responda por sus actos ante la ley?
En
este punto al que arribamos vamos a abrir la noción de
responsabilidad en el niño con algunos elementos que nos brinda
el psicoanálisis. Es decir, la pregunta acerca de qué es
responsable el niño, o bien, frente a qué es esperable su
respuesta, no será ahora como ciudadano, como sujeto de derechos
ni como sujeto de la conciencia.
El
psicoanálisis no piensa al niño a través de etapas evolutivas
del desarrollo que ponen de manifiesto diversos aspectos
madurativos esperados según la edad cronológica. No lo hace
porque se apoya en una noción de sujeto que, si bien admite
distinciones temporales, se sostiene en el campo del lenguaje,
en tanto campo propio de lo humano. El leguaje espera al niño en
una precedencia lógica a su existencia y se materializa en la
palabra de quienes lo nombran antes de nacer.
Pero
nacer al mundo de la lengua implica acceder a una dimensión de
pérdida. En la medida que un humano necesita imprescindiblemente
de otro para sobrevivir, esta demanda de cuidado -que se
iniciará como un grito- estará siempre marcada por una pérdida:
en esos momentos inaugurales se producirá un resto de aquella
demanda que no puede ser transformada en palabras. Y es esta
falta, falla o incompletud estructural la que funda al sujeto y
pone en marcha la singularidad de sus respuestas frente a ella.
Es allí mismo donde anida la responsabilidad de la que el sujeto
no puede escapar. Por eso mismo Freud adjudicó responsabilidad
al sujeto hasta por el contenido de sus propios sueños.
Como
puede deducirse, no se trata entonces para el psicoanálisis de
un niño objeto pasivo del discurso familiar, sino de un sujeto
que tiene que hacer algo con aquello que se le ofrece, que debe
hacer una elección a partir de las condiciones de posibilidad
que encuentra. Asimismo, en la medida que viene a ocupar un
lugar designado para él en la sucesión de generaciones,
significa que se espera algo de él, se quieren cosas de él,
aunque para sí mismo eso resulte enigmático o desconocido. Por
lo tanto, también deberá decidir acerca de qué se trata eso. No
tiene carácter de decisión voluntaria y conciente, sino que
tiene carácter de respuesta. Esa respuesta que le concierne al
niño se ubica ya en el campo de la responsabilidad.
El
acto que constituye al niño como tal es el juego. Podríamos
decir entonces que el niño responde en y por su juego, y en
tanto permanezca en un marco de ficción donde muerte y
sexualidad queden excluidas como acto. Si no se excluye la
muerte, el juego se aniquila. Dicho de otro modo, si un niño
mata -lo que equivale a salir de la escena inofensiva del juego-
pierde su estricta condición de niño.
Hablar de responsabilidad en tiempos de la niñez da lugar,
entonces, a contemplar al niño en su singularidad y no en su
rango etario. Por el contrario, la victimización reduce al niño
a la marca que porta (ya sea de orden médico, psicológico,
jurídico, social, económico, educativo, étnico), lo coagula en
el lugar que otros le asignan y lo destina a formar parte de un
grupo que es representado por ese estigma.
No
pretendemos dejar de lado las circunstancias que, más allá del
propio sujeto, conformaron un campo de determinación en el que
está inmerso, pero es abriéndose paso en ese campo de
determinación ajeno a él que el sujeto decide. Siempre se decide
en situación, y cada quien decide de manera distinta.
Que
el niño tome la palabra como corresponde a sus derechos se
diferencia radicalmente del dejarse subsumir en la categoría de
víctima o de dejarse amparar en su marca. Cabe preguntarse, no
obstante, bajo qué forma tomar la palabra del niño como modo de
apropiación de sus actos, sin que esto conduzca a borrar el
límite que separa su
responsabilidad de la del adulto. En especial, en aquellos casos
en que es la familia misma la que, habiendo quedado desamarrada
de la ley, deja inerme al niño frente a su propio acto criminal.
La
responsabilidad convoca al sujeto a responder por su acto,
independientemente de que sea o no responsable por él en el
ámbito jurídico.