Luego de la 2da. Guerra Mundial ─y como resultado del enjuiciamiento
por parte de las fuerzas aliadas a los principales dirigentes nazis─
se promulga, en el año 1947, el famoso código de Nuremberg. Los
horrores de la política nazi, en particular las experimentaciones
con seres humanos, sentaron las bases para que se pusieran límites
precisos a la intervención profesional basados en principios éticos
claros. Medio siglo después, la normativa deontológica ha generado
múltiples obligaciones que exceden largamente el mencionado código
de Nuremberg. Entre los códigos deontológicos de mayor desarrollo en
el campo de la psicología, se destaca el de la Asociación de
Psicólogos Americanos (APA) por ser el más exhaustivo, abarcando
múltiples áreas de trabajo en nuestra disciplina. La importancia que
le atribuimos a tal normativa se apoya también en que la Asociación
de Psicólogos de Bs. As. se ha basado en ella para fijar su código
ético.
Para
el campo de la ética es tan provechoso conocer los alcances de la
normativa como su necesaria crítica. Esta última nos permite
observar que las múltiples enseñanzas de los códigos éticos se ven
mezcladas, en ocasiones, con ciertas obligaciones sobre las que
pueden levantarse reparos, toda vez que colisionan con aspectos muy
precisos de la práctica profesional.
En
esta ocasión quisiéramos referirnos al articulado en el que se
señalan las obligaciones correspondientes a la tarea de supervisión.
El código de APA (ver APA 1.17 (a)) cuestiona éticamente que entre
supervisor y supervisado se dé la circunstancia de "entrar
en otra relación personal, científica, profesional, financiera, o de
otro tipo con tales personas", que
interfiera entre tales profesionales y su tarea. Si bien la objeción
no es taxativa ("si
parece probable que tal relación podría debilitar su
objetividad o interferir de otra forma en el desempeño efectivo de
sus funciones..."), es destacable que tal normativa se pronuncie en
forma explícita sobre el punto en cuestión.
El
fundamento a tal objeción reside en lo que se entiende como un
potencial conflicto de intereses. La advertencia adquiere
autoridad en la medida que se piensa a la tarea de supervisión
incluida en un tipo de relación institucional en la que el
supervisor tiene una posición jerárquica distinta a la del
supervisado. Es decir, la supervisión es entendida por el código
como parte de un trabajo de docencia y capacitación (ver APA 6.05 Evaluación del
Desempeño de Estudiantes y Supervisados). Debido a ello, resulta muy pertinente la referencia a la objetividad
necesaria para la evaluación de la tarea del supervisado. Tal
objetividad debiera permitir discernir claramente los progresos
clínicos del candidato, la pertinencia de sus intervenciones, su
capacidad teórica, etc. Si entre ambos hubiera, por ejemplo, un
vínculo amoroso, el conflicto de intereses se presentaría claramente:
producto del amor, el interés de ver progresar a la persona
supervisada colisiona con el interés de evaluar en su justa medida
su performance clínica. Debido a este conflicto, la
objetividad resulta menoscabada.
Como
se deduce de lo mencionado, tal colisión de intereses no es
inherente a la tarea de supervisión misma sino a la asimetría
institucional y a lo que ello comporta.
El
verdadero terreno del conflicto de intereses quedaría mucho más a la
vista si suprimiéramos, entre supervisor y supervisado, las
diferencias jerárquicas al interior de la institución. En efecto, si
la relación de supervisión se estableciera por fuera del contexto de
las exigencias institucionales entre evaluador y candidato,
estaríamos ya en otro terreno, y obligaría a pensar la idea de las
relaciones múltiples desde otro ángulo. Si en este nuevo contexto ─frecuente
en la práctica privada ajena a las instituciones─ se crearan tales
vínculos simultáneos, ¿desaparecerían los problemas? ¿Qué objeciones
podrían formularse?
Suele argumentarse que los vínculos personales, cuando coexisten con
el profesional, tienen grandes chances de afectar el trabajo ya que
genera obstáculos de orden transferencial. No se trata de una
objeción menor: la experiencia indica que este impedimento es
frecuente. Tales obstáculos podrían impedir, por ejemplo, que el
supervisor advierta los puntos ciegos del supervisado en los
tratamientos que éste conduce.
Precisamente porque la experiencia lo prueba, problemas de esta
índole están previstos en la normativa deontológica. Cabe reparar
que, en la cita que hemos hecho del código de APA, se mencionan dos
consecuencias de las relaciones múltiples: junto al debilitamiento
de la objetividad, se señalan también otras formas de
interferencia en el desempeño de sus funciones. Como es posible
advertir, el problema suscitado por el cruce de distintas
transferencias puede ser incluido entre tales interferencias.
Ahora bien, tal obstáculo no puede ser incluido en el "conflicto de
intereses" pues, si se trata de interferencias transferenciales, ya
no estamos en el campo de los intereses sino en el del inconciente.
En especial, de aquello que el inconciente puede producir de modo
imprevisto (como es obvio, los intereses son claramente anticipables
en tanto sentido previo). Por supuesto que el inconciente también
alberga intereses, pero sería un importante error confundirlo con
otros de índole muy distinta. En efecto, la lógica de lo reprimido y
su retorno no son equivalentes al cálculo egoísta del yo. O, para
decirlo más enfáticamente, la ley del deseo no es homóloga a la
normativa deontológica. Por lo tanto, en la objeción que ubica a la
transferencia como problema en las relaciones múltiples, ya no se
trata del conflicto de intereses. Precisamente porque no se trata
del conflicto de intereses, el problema de la posible alteración de
la objetividad desaparece. Si entendemos por objetividad la
conservación del discernimiento necesario para no incurrir en una
ponderación inadecuada o error de cálculo para medir capacidades o
eficacia profesional, no puede incluirse en este rubro a los
problemas que la transferencia genera. Al menos no puede hacérselo
conservando la idea de objetividad como una función intelectual en
ocasiones afectada por intereses que la debilitan.
Como
hemos intentado demostrar, las dos líneas de objeción a las
relaciones múltiples entre supervisor y supervisado se separan sin
ofrecer muchos puntos de contacto. Esto no supone cuestionar cada
una de ellas sino, en principio, sólo distinguirlas adecuadamente.
Dejemos por ahora la discusión sobre el problema transferencial que
suponen las relaciones múltiples entre supervisor y supervisado y
retomemos el otro problema: la falta de objetividad en la tarea.
Sobre esto conviene detenerse en otro aspecto de la normativa
deontológica, el de cubrir de obligaciones al supervisor (ver APA
1.07 (a) y 6.05) a la vez que no tiene en cuenta las exigencias para
el supervisado quien ─conviene recordar esta obviedad─ también es un
profesional al que sus obligaciones no deberían abandonarlo cuando
supervisa.
La
tarea de supervisar el tratamiento clínico que alguien conduce
supone, especialmente, detenerse en los problemas de ese tratamiento,
en las vacilaciones que suscita en el terapeuta, en los eventuales
errores de intervención, en las dificultades diagnósticas, etc. Es
decir, la supervisión es ─o debería serlo─ el lugar donde el
supervisado lleva sus interrogantes, sus dificultades con la ardua
tarea clínica, sus limitaciones teóricas y, en fin, todo aquello que
prueba la insuficiencia y la falta de garantía por parte del
terapeuta; de todo terapeuta. Ahora bien, para poder ocupar el lugar
de aquel que ofrece su trabajo a la supervisión de otro, la
condición necesaria ─aunque no suficiente, claro─ es la de buscar un
progreso de los tratamientos que se conduce.
Sostenida en esa condición, la supervisión no es ─o no debería serlo─
una feria de las vanidades donde el supervisado pasea sus mayores
virtudes y sus agudezas para impresionar a quien lo escucha. Ahora
bien, si la supervisión se llevara a cabo en un ámbito institucional
donde el supervisado se encuentra en una posición jerárquica
distinta al supervisor ¿no estaría aquel fuertemente tentado a
presentarse de manera muy competente si el que lo escucha tiene
sobre él alguna autoridad que excede los objetivos clínicos de la
supervisión y que en el ejercicio de tal autoridad pueda
beneficiarlo o perjudicarlo de algún modo?
En
efecto, como es habitual, y la normativa deontológica lo supone un
vínculo natural, la tarea de supervisión suele ser parte de un
dispositivo institucional en el que el supervisor oficia también
como un evaluador del supervisado y el responsable de alguna
forma de promoción del candidato. Es precisamente esta circunstancia
la que introduce una cuestión éticamente muy delicada y no prevista
por la norma deontológica. En efecto, en la interdicción que se
formula sobre las relaciones múltiples entre supervisor y
supervisado ─porque genera un conflicto de intereses─ queda
desconocida aquella que mayores problemas acarrea: cuando el
supervisor también evalúa, y de tal evaluación se deriva que
el candidato puede ser promovido por un fallo favorable o
perjudicado por uno desfavorable. Como es evidente, la situación
dilemática producida por este conflicto de intereses, no es
exclusiva del supervisor sino que incluye también al supervisado,
quien se encuentra ante la poderosa presión de ese conflicto. Tal
presión brinda las condiciones propicias para acentuar los aciertos,
ocultar los problemas e incluso falsear el "material" clínico.
Como
es fácil advertir, tal conflicto de intereses no es un problema
unilateral del supervisor o del supervisado sino de la supervisión
misma cuando ella se da en el contexto mencionado.
Por
todo lo dicho, si consideramos las dos líneas de objeción a las
relaciones múltiples en la supervisión ─ya sea la que impide la
objetividad en la evaluación o la que altera el trabajo de
supervisión por transferencias superpuestas─, podría decirse que en
tales relaciones múltiples ─ya sean vínculos amorosos, comerciales,
de amistad u otros─, es posible que surjan problemas
derivados de la transferencia.
En
cambio, la colisión entre el interés de querer mejorar la conducción
de un tratamiento y el interés de ser promocionado ─en la medida que
la condición de supervisado-evaluado no puede disociarse─,
transforma a la actividad en un problema sin salida. El resultado de
tal colisión es, obviamente, el naufragio de la supervisión misma.
Precisamente por esto, por el fuerte conflicto de intereses que
suscita, la tarea de supervisión debería ser considerada
incompatible con el vínculo docente-alumno, evaluador-evaluado o
cualquier otro semejante.
Por
cierto, no buscamos sugerir a las instituciones que modifiquen los
criterios de supervisión-promoción de sus candidatos sino poner en
evidencia una situación éticamente objetable de la normativa
deontológica que pretende poner en cuestionamiento las relaciones
múltiples a la vez que da por sentado y naturaliza un vínculo en el
que queda desconocida la misma situación que cuestiona.
Bibliografía
Fariña, J.:
Ética profesional. Dossiers bibliográficos en salud mental y
derechos humanos. CEDDI, 1992.
Fariña, J.:
Ética: un horizonte en quiebra. Eudeba, Buenos Aires, 1998.
Asociación de
Psicólogos de Buenos Aires (APBA): Código de ética.
American
Psychological Association: Principios éticos de los psicólogos y
código de conducta. Versión: diciembre 1992. Traducción de JJ Fariña
y Gabriela Salomone.
Federación de
Psicólogos de la República Argentina (FePRA): Código de Ética.
Versión: 2000.
Trabajo publicado en Memorias de las X Jornadas
de Investigación: Salud, educación, justicia y trabajo. Aportes
de la Investigación en Psicología. 14 y 15 de agosto de 2003.
Tomo III. Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires.