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La responsabilidad profesional: entre la legislación y los principios éticos
Salomone, Gabriela Z.; Gutiérrez, Carlos E.[*]

 

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Este trabajo intenta reflexionar sobre algunos problemas vinculados al secreto profesional -especialmente los casos que involucran menores de edad-, a partir del análisis de la nueva legislación vigente y su relación con los principios éticos que sostienen nuestra práctica.

¿Qué relación hay entre ellos? ¿La responsabilidad profesional, debe circunscribirse a las disposiciones legales?

En tanto los valores morales propios de un orden social determinado son fundamento de la legislación vigente en esa sociedad, en todo orden social es factible encontrar leyes consonantes con los principios éticos así como leyes que resulten divergentes; lo mismo puede decirse de las normativas de los códigos deontológicos.

En la medida que estos códigos son redactados por una comunidad profesional en un momento histórico determinado, y estableciéndose por consenso, su normativa puede incluir, junto a principios éticos claros, intereses corporativos que respondan a valores propios de su época y resulten discordantes con la dimensión de la subjetividad.

A partir de esta distinción, sostenemos que el profesional de la salud mental debe tomar como horizonte de su práctica los principios éticos, -es decir, el resguardo de la subjetividad-, a la vez que debe promover una mirada crítica sobre aquellos otros aspectos que degradan lo humano condicionando su práctica y, por lo mismo, poniéndola en riesgo.

Conocemos situaciones de nuestra práctica que enfrentan al terapeuta a la circunstancia de tomar una decisión que excede los límites del encuadre terapéutico; situaciones en las que se pone en juego el dilema del mantenimiento o la suspensión del secreto profesional.

¿Qué sucede cuando tal dilema se encuentra acentuado por la existencia de una legislación que especifica la obligación profesional?

Nos interesa en esta ocasión analizar la nueva ley de Protección contra la Violencia Familiar (24 417), vigente en la Capital Federal. En su artículo 2° dice:

Cuando los damnificados fuesen menores o incapaces, ancianos o discapacitados, los hechos deben ser denunciados por sus representantes legales y/o el ministerio público. También estarán obligados a efectuar la denuncia los servicios asistenciales sociales o educativos, públicos o privados, los profesionales de la salud y todo funcionario público en razón de su labor. El menor o incapaz puede directamente poner en conocimiento de los hechos al ministerio público. (El subrayado es nuestro)

La presencia de los términos “deberán” y “obligados”, tal como aparecen en el texto de la ley, son suficientemente claros y desbaratan cualquier ambigüedad respecto de la suspensión del secreto profesional. Si bien la ley no dice que quien no realice la denuncia incurre en algún tipo de delito, hay que tener en cuenta que –existiendo tal obligación– quien la omita, sería pasible de una eventual demanda por daños y perjuicios, en razón de su actuación imprudente y negligente.

Por otra parte, el decreto reglamentario de la ley (Dec. 235 de 1996, art. 4°) establece el plazo máximo de 72 horas para llevar a cabo la denuncia. No obstante, es interesante destacar que se relativiza este enunciado en los siguientes términos:

La obligación de denunciar a la que se refieren el artículo 2° de la ley 24 417 deberá ser cumplida dentro de un plazo máximo de 72 horas, salvo [que] por motivos fundados a criterio del denunciante resulte conveniente extender el plazo.

Esto último parece introducir cierra ambigüedad en relación a la obligación de denunciar que parecía resuelta. Sin embargo, no debiera ser entendido en términos de ambigüedad. Pasemos a desarrollar este punto.

Esta ley ha sido creada en el fuero civil justamente para resolver un problema que quedaba pendiente cuando la denuncia sólo podía ser llevada a cabo ante la justicia penal. En el fuero penal, la comprobación del delito implica una sanción para el victimario, lo cual resuelve expeditivamente la cuestión. Pero, se ha reparado en que la prisión para el victimario resulta insuficiente como medida, ya que limita la intervención judicial a la exclusiva función punitiva.

Si trasladáramos esto a otro lenguaje, diríamos que la supresión del síntoma -separar al agresor del núcleo familiar- no implica necesariamente la resolución del conflicto.

En cambio, esta ley abre otra perspectiva de intervención del ámbito judicial, ahora en el seno mismo del núcleo familiar. Enfatizamos la importancia que tiene la ley social como regulador simbólico en toda cultura; tal importancia se incrementa cuando se trata de regular los vínculos humanos en los que hay niños involucrados.

Así entonces, b denuncia en el fuero civil abre un abanico de posibilidades de intervención promovidas por el juzgado: participación de un asistente social, indicación para el grupo familiar o sus miembros de iniciar tratamiento psicológico gratuito, indicación de que el agresor abandone el hogar; etc.

Por otro lado y, precisamente porque ése es el espíritu de la ley, ella contempla un espacio de intervención profesional anterior a la presentación judicial.

Como ya dijimos, la ley permite la postergación de la denuncia excediendo el plazo de 72 horas fijadas, en caso de que el criterio profesional así lo dictare.

A criterio del Dr. Alejandro Molina –co-redactor del decreto reglamentario, consultado por nuestro equipo de investigación[1]-, puede incluso prescindirse de la denuncia si en ese tiempo la operación terapéutica lograra controlar el problema.

Esto no es letra en la ley, pero se trata indudablemente de una deducción absolutamente verosímil: si se posterga la denuncia por considerar prudente alguna forma de intervención profesional, del éxito de la misma puede surgir que el hecho a denunciar haya desaparecido ¿Qué se denunciaría entonces? La eventual postergación se habría resuelto en una acción innecesaria. De este modo, la denuncia civil quedaría como último recurso, sólo para los casos en que la situación no pueda controlarse.

Es aquí donde se abre un punto interesante para el análisis de la responsabilidad profesional; pues, si la ley dictara el plazo de 72 horas sin elasticidad alguna, el profesional quedaría sitiado por un determinismo legal que impedida el acto profesional propiamente dicho.

En cambio, aparece en toda su dimensión el carácter dilemático de este tipo de situaciones que interpelan la responsabilidad profesional. En su acto, el terapeuta está solo y sin garantías de ninguna índole y sólo tiene como respaldo su criterio profesional del cual es único responsable.

Por supuesto que está expuesto a riesgos y en eso consiste su tarea siempre abierta a una apuesta que nunca debería confundirse con un salto al vacío. Sea éste el caso de la denuncia precipitada o su postergación inadecuada.

Si un profesional, haciendo uso de esta libertad que la ley le brinda, se demora de un modo negligente al punto de ocasionar un daño mayor, se verá en la situación de afrontar una eventual demanda judicial por mala praxis.

En el otro extremo, podríamos ubicar a quien torna el texto de la ley de un modo mecánico y se precipita a denunciar, refugiándose en la obediencia a la letra de la ley. Tampoco éste estaría exento de una demanda del mismo tenor.

Pero no queremos detenemos en las consecuencias legales. El punto que nos interesa destacar es que de este modo su conducta no diferida de la de cualquier funcionario o de la del buen ciudadano puesto en tal obligación.

¿Dónde quedaría así la función específica del psicólogo? ¿Qué podríamos agregar desde nuestro campo de conocimiento?

La sujeción a la ley no puede ser la única guía de la conducta profesional. Si bien ella brinda la posibilidad de hacer la denuncia o de no hacerla, será estrictamente el criterio profesional el que deberá guiar el accionar del psicólogo.

Este criterio profesional no debe confundirse con los valores morales del terapeuta –consonantes o no con su tiempo histórico-, sino que dependerá exclusivamente de la responsabilidad a la que el terapeuta se ha comprometido en relación a los avatares psíquicos de su paciente. Serán entonces los principios éticos los que delimitarán el campo profesional.

Esta posición de quien conduce un tratamiento fue largamente desarrollada por Freud en su conceptualización del Principio de Neutralidad. Pero ¿cómo conjugar el concepto de neutralidad cuando estamos considerando posibilidades distintas de intervención, en ocasiones manteniendo el secreto profesional o suspendiéndolo en otras?

Para responder a esto es necesario despejar la idea que iguala secreto profesional y neutralidad. Idea más cercana al sentido común que al plano de la argumentación teórica.

El principio de neutralidad obliga a excluir la dimensión narcisista de los ideales, poniéndonos en la pista de la dimensión del sujeto. Es atendiendo a este principio que planteamos que las cuestiones relativas al secreto profesional -en tanto una de las variables de la relación terapéutica- deberán someterse también al principio de neutralidad.

Tomemos como ejemplo la situación de una paciente menor de edad que fue abusada sexualmente por un allegado a su familia, y sólo su terapeuta conoce este hecho; o el caso de que nuestro paciente sea un padre golpeador; o si nuestro paciente es un niño apropiado ilegalmente.

Si bien en las tres situaciones hay puntos en común, también hay entre ellas elementos distintivos que no permiten la aplicación automática de una conducta preestablecida sino que obligan a un análisis diferencial.

El caso del padre golpeador brinda el espacio -que se evaluará en cada caso- para una intervención profesional que tienda a dar por finalizada la conducta violenta. Allí la postergación de la denuncia es posible.

Pero el ejemplo del niño apropiado no brinda tal espacio ¿para qué se postergaría la denuncia? ¿Quizás para que el niño conociendo la verdad pueda tramitar psíquicamente tal revelación y sus implicancias? Por una parte, pretender tal cosa sería una ilusión sin fundamento teórico; por otra, el delito de apropiación seguiría vigente, y vigente entonces el motivo de la denuncia.

El caso de la niña violada es más complejo para el análisis. No puede allí bastar, por ejemplo, el hecho de que el riesgo ya no esté presente, como en el caso del padre golpeador que ha cesado en la violencia.

Las razones son obvias: el impacto psíquico de la violación, sobre todo cuando ella es ejercida por un familiar, -cosa harto frecuente- tiene consecuencias de desorden simbólico intenso que no desaparecen cuando cesa la situación de abuso. Para propiciar una elaboración, la intervención clínica resulta insuficiente, debiendo introducirse allí un operador externo en función de Otro de la Ley. Mejor dicho: ésta es la intervención clínica propiamente dicha. La operación analítica no se consumaría como tal sin la correspondiente denuncia, haciendo lugar de este modo a una sanción social imprescindible.

Pero cabe una aclaración de suma importancia: considerar la obligación del profesional de propiciar la intervención de la ley, no significa que consideremos al psicólogo un agente de la seguridad del estado. Jamás podría ser ésta su función.

En la medida que el horizonte de su práctica está definido por el respeto a la subjetividad, la posición de neutralidad será el sitio del que no deberá moverse si no quiere abandonar la pertinencia de su tarea.

A modo de conclusión diremos entonces que el secreto profesional debe estar siempre sujeto al Principio de Neutralidad.

La posición de neutralidad nos guiará a la suspensión del secreto profesional cuando su mantenimiento conduzca a favorecer alguna forma de ideal incompatible con un proceso de elaboración y desanudamiento. Ningún ideal, ni de la persona del analista, ni de su paciente, ni los ideales sociales deberían detenerlo en su acción.

 

__________________La nave – Septiembre 1997 -

 


 

[*] Salomone, G. Z.; Gutiérrez, Carlos E.: (1997). La responsabilidad profesional: entre la legislación y los principios éticos. Publicado en Revista La Nave, año III, Nº 20, pág. 10.

[1] La entrevista al Dr. Alejandro Molina fue realizada por la Lic. María Kriwett, miembro de nuestro equipo de investigación. Proyecto UBACyT La situación de la ética en la práctica profesional psicológica (Dir: J. J. Michel Fariña)