Este trabajo intenta reflexionar sobre algunos problemas vinculados
al secreto profesional -especialmente los casos que involucran
menores de edad-, a partir del análisis de la nueva legislación
vigente y su relación con los principios éticos que sostienen
nuestra práctica.
¿Qué relación hay entre ellos? ¿La responsabilidad profesional, debe
circunscribirse a las disposiciones legales?
En tanto los valores morales propios de un orden social determinado
son fundamento de la legislación vigente en esa sociedad, en todo
orden social es factible encontrar leyes consonantes con los
principios éticos así como leyes que resulten divergentes; lo mismo
puede decirse de las normativas de los códigos deontológicos.
En la medida que estos códigos son redactados por una comunidad
profesional en un momento histórico determinado, y estableciéndose
por consenso, su normativa puede incluir, junto a principios éticos
claros, intereses corporativos que respondan a valores propios de su
época y resulten discordantes con la dimensión de la subjetividad.
A partir de esta distinción, sostenemos que el profesional de la
salud mental debe tomar como horizonte de su práctica los principios
éticos, -es decir, el resguardo de la subjetividad-, a la vez que
debe promover una mirada crítica sobre aquellos otros aspectos que
degradan lo humano condicionando su práctica y, por lo mismo,
poniéndola en riesgo.
Conocemos situaciones de nuestra práctica que enfrentan al terapeuta
a la circunstancia de tomar una decisión que excede los límites del
encuadre terapéutico; situaciones en las que se pone en juego el
dilema del mantenimiento o la suspensión del secreto profesional.
¿Qué sucede cuando tal dilema se encuentra acentuado por la
existencia de una legislación que especifica la obligación
profesional?
Nos interesa en esta ocasión analizar la nueva ley de Protección
contra la Violencia Familiar (24 417), vigente en la Capital
Federal. En su artículo 2° dice:
Cuando los damnificados fuesen menores o incapaces, ancianos o
discapacitados, los hechos deben ser denunciados por sus
representantes legales y/o el ministerio público. También estarán
obligados a efectuar la denuncia los servicios asistenciales
sociales o educativos, públicos o privados, los profesionales de la
salud y todo funcionario público en razón de su labor. El menor o
incapaz puede directamente poner en conocimiento de los hechos al
ministerio público.
(El subrayado es nuestro)
La presencia de los términos “deberán” y “obligados”, tal como
aparecen en el texto de la ley, son suficientemente claros y
desbaratan cualquier ambigüedad respecto de la suspensión del
secreto profesional. Si bien la ley no dice que quien no realice la
denuncia incurre en algún tipo de delito, hay que tener en cuenta
que –existiendo tal obligación– quien la omita, sería pasible de una
eventual demanda por daños y perjuicios, en razón de su actuación
imprudente y negligente.
Por otra parte, el decreto reglamentario de la ley (Dec. 235 de
1996, art. 4°) establece el plazo máximo de 72 horas para llevar a
cabo la denuncia. No obstante, es interesante destacar que se
relativiza este enunciado en los siguientes términos:
La obligación de denunciar a la que se refieren el artículo 2° de la
ley 24 417 deberá ser cumplida dentro de un plazo máximo de 72
horas, salvo [que] por motivos fundados a criterio del denunciante
resulte conveniente extender el plazo.
Esto último parece introducir cierra ambigüedad en relación a la
obligación de denunciar que parecía resuelta. Sin embargo, no
debiera ser entendido en términos de ambigüedad. Pasemos a
desarrollar este punto.
Esta ley ha sido creada en el fuero civil justamente para resolver
un problema que quedaba pendiente cuando la denuncia sólo podía ser
llevada a cabo ante la justicia penal. En el fuero penal, la
comprobación del delito implica una sanción para el victimario, lo
cual resuelve expeditivamente la cuestión. Pero, se ha reparado en
que la prisión para el victimario resulta insuficiente como medida,
ya que limita la intervención judicial a la exclusiva función
punitiva.
Si trasladáramos esto a otro lenguaje, diríamos que la supresión del
síntoma -separar al agresor del núcleo familiar- no implica
necesariamente la resolución del conflicto.
En cambio, esta ley abre otra perspectiva de intervención del ámbito
judicial, ahora en el seno mismo del núcleo familiar. Enfatizamos la
importancia que tiene la ley social como regulador simbólico en toda
cultura; tal importancia se incrementa cuando se trata de regular
los vínculos humanos en los que hay niños involucrados.
Así entonces, b denuncia en el fuero civil abre un abanico de
posibilidades de intervención promovidas por el juzgado:
participación de un asistente social, indicación para el grupo
familiar o sus miembros de iniciar tratamiento psicológico gratuito,
indicación de que el agresor abandone el hogar; etc.
Por otro lado y, precisamente porque ése es el espíritu de la ley,
ella contempla un espacio de intervención profesional anterior a la
presentación judicial.
Como ya dijimos, la ley permite la postergación de la denuncia
excediendo el plazo de 72 horas fijadas, en caso de que el criterio
profesional así lo dictare.
A criterio del Dr. Alejandro Molina –co-redactor del decreto
reglamentario, consultado por nuestro equipo de investigación-,
puede incluso prescindirse de la denuncia si en ese tiempo la
operación terapéutica lograra controlar el problema.
Esto no es letra en la ley, pero se trata indudablemente de una
deducción absolutamente verosímil: si se posterga la denuncia por
considerar prudente alguna forma de intervención profesional, del
éxito de la misma puede surgir que el hecho a denunciar haya
desaparecido ¿Qué se denunciaría entonces? La eventual postergación
se habría resuelto en una acción innecesaria. De este modo, la
denuncia civil quedaría como último recurso, sólo para los casos en
que la situación no pueda controlarse.
Es aquí donde se abre un punto interesante para el análisis de la
responsabilidad profesional; pues, si la ley dictara el plazo de 72
horas sin elasticidad alguna, el profesional quedaría sitiado por un
determinismo legal que impedida el acto profesional propiamente
dicho.
En cambio, aparece en toda su dimensión el carácter dilemático de
este tipo de situaciones que interpelan la responsabilidad
profesional. En su acto, el terapeuta está solo y sin garantías de
ninguna índole y sólo tiene como respaldo su criterio profesional
del cual es único responsable.
Por supuesto que está expuesto a riesgos y en eso consiste su tarea
siempre abierta a una apuesta que nunca debería confundirse con un
salto al vacío. Sea éste el caso de la denuncia precipitada o su
postergación inadecuada.
Si un profesional, haciendo uso de esta libertad que la ley le
brinda, se demora de un modo negligente al punto de ocasionar un
daño mayor, se verá en la situación de afrontar una eventual demanda
judicial por mala praxis.
En el otro extremo, podríamos ubicar a quien torna el texto de la
ley de un modo mecánico y se precipita a denunciar, refugiándose en
la obediencia a la letra de la ley. Tampoco éste estaría exento de
una demanda del mismo tenor.
Pero no queremos detenemos en las consecuencias legales. El punto
que nos interesa destacar es que de este modo su conducta no
diferida de la de cualquier funcionario o de la del buen ciudadano
puesto en tal obligación.
¿Dónde quedaría así la función específica del psicólogo? ¿Qué
podríamos agregar desde nuestro campo de conocimiento?
La sujeción a la ley no puede ser la única guía de la conducta
profesional. Si bien ella brinda la posibilidad de hacer la denuncia
o de no hacerla, será estrictamente el criterio profesional el que
deberá guiar el accionar del psicólogo.
Este criterio profesional no debe confundirse con los valores
morales del terapeuta –consonantes o no con su tiempo histórico-,
sino que dependerá exclusivamente de la responsabilidad a la que el
terapeuta se ha comprometido en relación a los avatares psíquicos de
su paciente. Serán entonces los principios éticos los que
delimitarán el campo profesional.
Esta posición de quien conduce un tratamiento fue largamente
desarrollada por Freud en su conceptualización del Principio de
Neutralidad. Pero ¿cómo conjugar el concepto de neutralidad
cuando estamos considerando posibilidades distintas de intervención,
en ocasiones manteniendo el secreto profesional o suspendiéndolo en
otras?
Para responder a esto es necesario despejar la idea que iguala
secreto profesional y neutralidad. Idea más cercana al sentido común
que al plano de la argumentación teórica.
El principio de neutralidad obliga a excluir la dimensión narcisista
de los ideales, poniéndonos en la pista de la dimensión del sujeto.
Es atendiendo a este principio que planteamos que las cuestiones
relativas al secreto profesional -en tanto una de las variables de
la relación terapéutica- deberán someterse también al principio de
neutralidad.
Tomemos como ejemplo la situación de una paciente menor de edad que
fue abusada sexualmente por un allegado a su familia, y sólo su
terapeuta conoce este hecho; o el caso de que nuestro paciente sea
un padre golpeador; o si nuestro paciente es un niño apropiado
ilegalmente.
Si bien en las tres situaciones hay puntos en común, también hay
entre ellas elementos distintivos que no permiten la aplicación
automática de una conducta preestablecida sino que obligan a un
análisis diferencial.
El caso del padre golpeador brinda el espacio -que se evaluará en
cada caso- para una intervención profesional que tienda a dar por
finalizada la conducta violenta. Allí la postergación de la denuncia
es posible.
Pero el ejemplo del niño apropiado no brinda tal espacio ¿para qué
se postergaría la denuncia? ¿Quizás para que el niño conociendo la
verdad pueda tramitar psíquicamente tal revelación y sus
implicancias? Por una parte, pretender tal cosa sería una ilusión
sin fundamento teórico; por otra, el delito de apropiación seguiría
vigente, y vigente entonces el motivo de la denuncia.
El caso de la niña violada es más complejo para el análisis. No
puede allí bastar, por ejemplo, el hecho de que el riesgo ya no esté
presente, como en el caso del padre golpeador que ha cesado en la
violencia.
Las razones son obvias: el impacto psíquico de la violación, sobre
todo cuando ella es ejercida por un familiar, -cosa harto frecuente-
tiene consecuencias de desorden simbólico intenso que no desaparecen
cuando cesa la situación de abuso. Para propiciar una elaboración,
la intervención clínica resulta insuficiente, debiendo introducirse
allí un operador externo en función de Otro de la Ley. Mejor dicho:
ésta es la intervención clínica propiamente dicha. La
operación analítica no se consumaría como tal sin la correspondiente
denuncia, haciendo lugar de este modo a una sanción social
imprescindible.
Pero cabe una aclaración de suma importancia: considerar la
obligación del profesional de propiciar la intervención de la ley,
no significa que consideremos al psicólogo un agente de la seguridad
del estado. Jamás podría ser ésta su función.
En la medida que el horizonte de su práctica está definido por el
respeto a la subjetividad, la posición de neutralidad será el sitio
del que no deberá moverse si no quiere abandonar la pertinencia de
su tarea.
A modo de conclusión diremos entonces que el secreto profesional
debe estar siempre sujeto al Principio de Neutralidad.
La posición de neutralidad nos guiará a la suspensión del secreto
profesional cuando su mantenimiento conduzca a favorecer alguna
forma de ideal incompatible con un proceso de elaboración y
desanudamiento. Ningún ideal, ni de la persona del analista, ni de
su paciente, ni los ideales sociales deberían detenerlo en su
acción.
__________________La nave – Septiembre 1997 -
Salomone, G. Z.; Gutiérrez, Carlos E.: (1997). La
responsabilidad profesional: entre la legislación y los
principios éticos. Publicado en Revista La Nave, año III, Nº
20, pág. 10.
La entrevista al Dr. Alejandro Molina fue
realizada por la Lic. María Kriwett, miembro de nuestro
equipo de investigación. Proyecto UBACyT La situación de la
ética en la práctica profesional psicológica (Dir: J. J.
Michel Fariña)