“No sólo está el Nombre-del-Padre, sino también el Padre del
Nombre. Quiero decir que el padre es aquel que nombra”
JACQUES LACAN (4/10/75)
“un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si
el dicho respeto, el dicho amor, está perè-verse ment
orientado es decir hace de una mujer objeto a que causa su
deseo”. JACQUES LACAN (21/1/1975).
¡Han asesinado al padre! ¡El padre ha muerto!
Ambos parecen sloganes alarmistas de alguna misteriosa
publicidad sobre alguna tragedia en particular. No obstante,
allí puede recortarse lo universal: el origen mismo de la
relación del sujeto con el padre y con la ley.
Freud en “Tótem y tabú” (1913) situó a través del mito del
asesinato del protopadre, quien reservándose para sí las hembras
de la horda expulsa a sus hijos por fuera de la misma negándoles
el acceso a cierto goce sexual, al padre simbólico, al padre
muerto. El crimen logra, sin embargo, una vía para obtenerlo,
pero queda de ello cierta inscripción. No es sin cierto efecto
regulador sobre el goce que éste es logrado. El parricidio, de
este modo, pone en evidencia la imposibilidad de ocupar ese
lugar: el del padre muerto junto con el acceso al goce total.
Aquél que se suponía asequible para el protopadre.
La operación designada por Lacan metáfora paterna despliega, por
su parte, la regulación del deseo materno. Esta versión,
la
más conocida, hace a la ley, la ley paterna. Allí “el prohíbe
a la madre, ante todo. Ese es el fundamento, el principio del
complejo de Edipo, es ahí que el padre está ligado a la ley
primordial, ley de prohibición del incesto. Es el padre, se nos
recuerda, quien esta encargado de representar esta interdicción”(1).
Entonces, si el padre es una metáfora, es decir, un significante
que viene en lugar de otro, en esta disposición metafórica, el
significante del nombre del padre, padre muerto eje del complejo
de Edipo, tendrá un valor privilegiado permitiendo ubicar
estructuralmente a la cría en relación a ambos: padre y madre en
tanto lugares establecidos.
Ahora bien, sabemos que la ley paterna y su función se hallan
supeditadas en su transmisión al lugar que haga de ella la madre
en su ejercicio, es decir, que ella, la madre, logre anudar la
cría al nombre del padre sosteniendo en su decir la ley de la
palabra del padre que alcanza a ambos –madre y niño- en el
Edipo. Pero esta formulación no devela la otra cara de ese mismo
lazo que la madre teje para enlazarla: aquella ligada al amor.
La función materna de esta forma se redobla, situando como
necesaria una doble ligadura para anudar la cría al nombre del
padre(2), aquella que hace a la transmisión de la ley y al amor.
A su vez, dicho anudamiento, el que ella crea, pone de
manifiesto que la metáfora no consigue situar, del todo, a la
madre ni al padre. En efecto, si ella deviene madre por el deseo
que la une a un hombre, allí donde no-toda está tomada por su
maternidad, y el hombre por hacer que una mujer sea su causa y
la haya conseguido para hacerle hijos deviene padre(3), se nos
releva necesario situar otra dupla: hombre y mujer, junto con
las venturas que su relación acarrea.
Vayamos por partes. Lacan en el ’74 (4) retoma en su enseñanza
el nombre del padre, no desde la operatoria de sustitución de un
significante por otro y su articulación con la significación
fálica, sino en relación con el amor “un amor ejercitable con
un lugar en la estructuración”(5). Sustentándose en
“Psicología de las masas y análisis del Yo”, donde Freud
confronta la identificación con el amor, señala que ya está allí
indicado que el amor tiene que ver con lo que él aisló bajo el
título de Nombre de Padre(6) en tanto el amor no se encuentra
aún contaminado con las tramas pulsionales del Complejo de
Edipo. Nuevamente la madre entra en escena, pero ahora para
ligar a su hijo al padre a través del amor ¿De que modo?
Encarnado en su cuerpo ese decir, esa voz, traduciendo ese
nombre (en francés nom) por un no (non) que dice
el padre (7) vía redoblamiento: ella interpreta y esto es
posible porque ella no-toda se halla tomada por lo fálico.
De otro modo: si la madre en tanto
que habla debe acuñar ese nombre –el del padre-
profiriendo un “no” es porque ella se halla menos
preocupada por lo fálico que él. Esto ocurre según Lacan en
aquellos casos felices en que ese acuñar el nombre del padre, en
tanto símbolo, inscribe el no de la negación de la
función fálica: ()
existe uno que dice que no a la norma fálica, permitiendo así
que el amor pueda ser ejercitado. Pero también, en este sentido,
si el padre se funda en la excepción (diciendo no a la esencia
fálica) es porque la madre traduce en su voz el “no” de
sus prohibiciones profiriendo algunos “cabeceos”(7) en
esa dirección.
Hay sin embargo ciertos casos no tan felices donde la
descendencia es prontamente ubicada en los social siendo así que
a ese nombre del padre se lo sustituye por una función: “nombrar
para” (nommer à)(7). Allí otra trama, lo social,
hace su entrada y la madre prefiere, entonces, “nombrar
para” a su cría que enlazarla al nombre del padre.
Pero estamos advertidos por Lacan que el ser “nombrado para
algo” indica un punto en la crianza, donde este nombre, el
del padre, esta verworfen, forcluido, rechazado de lo
simbólico. Y, sabemos, que aquello que no se ha inscripto allí
retorna en lo real(8). Entonces, ahí donde el amor sucumbe por
la forclusión de la castración, lo que viene de lo real, lo que
retorna, para suplir la ligazón del niño al nombre del padre
por la vertiente del amor, es el orden de hierro(9) que señala
el destino en lo social para cada quién.
Si la declinación de la función paterna es un índice de esta
época, no la situaremos, únicamente, en la cara del lazo que se
aventura en el marco de la autoridad ideal y de la
identificación a los emblemas del padre y la ley la –allí donde
la madre puede no ser el vehículo para su transmisión- sino en
el amor en tanto que, si no puede ejercitarse, es mortífero,
vuelve a su estado original. Dado que, si la madre no introduce
un lugar de vacío respecto de ese todo de goce, si ese “no”
no se inscribe en el hijo y ese espacio no es creado, no hay
brecha que pueda colmarse con amor y, de este modo, el “no”
retorna.
Entonces, ¿cómo pensar dentro de este marco la filiación de la
descendencia? ¿Cómo situar la trama generacional a partir del
padre del nombre si hay degeneración de la función del padre?
¿Cómo instituir la vida y no sólo “nombrar a la cría para”?
La clave se halla nuevamente en el nombre del padre y el lugar
que haga a éste la madre, porque, si bien el padre opera por
ausencia, no se tratará de la ausencia de deseo de ella respecto
de aquel por el que ha advenido madre, sino del lugar de
ausencia que debe propiciar para anudar al hijo a la ley y al
amor. Se tratará, entonces, por un lado, de la generación de la
función paterna, y por el otro, del lugar que la madre haga a
ese nombre.
Pero para ello, si bien no debe estar toda tomada por ser madre
y debe ausentarse para dar lugar al deseo, no puede renunciar a
dar sus “cabeceos”.
Si
el “nombrar para” a la cría es signo de una degeneración
catastrófica es porque ese orden que produce el acuñamiento del
nombre del padre la sitúa en la filiación. Entonces, si la madre
se evade de proferir sus prohibiciones, ya sea por disgusto
respecto de ese nombre o porque se halla ocupada en otros
asuntos, será desde otro orden: lo social que retornará el no,
de ese orden nominado por Lacan de hierro en tanto no contempla
el lugar para el amor.
Comienzan, entonces, a recortarse las consecuencias en la
subjetividad, por un lado, aquellos casos donde la forclusión (verworfen)
del nombre del padre (perè) engendra en su filiación los
casos de psicosis ya denunciados(10), y por el otro, aquellas
estructuras donde la forclusión se halla taponada por un “ser
nombrado para”. Restricción que trae aparejada, la pronta
inclusión de la descendencia en el mundo, en un lugar
establecido en lo social. Siendo así, que ese orden en la
actualidad es el que suple al degenerado, al declinante nombre
del padre.
Ahora bien, de esta forma, pareciera ser que todo el peso del
destino de la filiación de la cría, y las consecuencias que ello
suscita en la subjetividad, recae en aquello que haga la madre
con la palabra del padre, pero, no debemos olvidar, que ello
depende de la relación que ella establezca con el padre del
nombre.
En este sentido, si bien la función del padre como “vector de
la encarnación de la Ley en el deseo” (11) incide sobre el
deseo de la madre nombrándolo como deseo de falo y permitiendo
el acceso del hijo a una posición sexuada, los cuidados que ella
le profiera lejos de hacer sucumbir en la madre a la mujer
deberán preservar el no-todo femenino de modo de no obturar el
ser mujer con la maternidad (12).
Así, los hijos, sus pequeños objetos a (13) de los que ella se
ocupa, no habitarán todo su deseo extraviando su falta pero,
para ello, tendrá que consentir dejarse asir como la causa de
deseo de un hombre y añadirse como síntoma a su pèr-versión
–allí dónde él se avendrá a hacerle hijos y brindarles, los
quiera o no, un cuidado paternal (13).
¿Y qué podemos decir del padre? que a diferencia del padre
freudiano, es un padre vivo, un padre deseante. El padre real
que no se halla ligado únicamente a la sustitución significante
sino a la causa, al objeto a.
Entonces, la perè-versión paterna será la “única garantía de
su función de padre, la cual es la función de síntoma” (13),
función que se designa como f(x), allí donde el síntoma será
definido a partir de lo real, lo que viene de lo real, allí
dónde las mujeres lo expresan sumamente bien en tanto son
no-todas (14) tomadas por lo fálico.
Es así que, el padre real (),
agente de la castración, deviene tal a condición de que el
hombre consienta soportar el no-todo femenino. Su descendencia
deberá vérselas con el deseo de un hombre singular devenido
padre, con un deseo “humanizado”(17), encarnado en un
sujeto que lo nombra y que no es anónimo. Ahora bien, todo ello
acontece, en aquellos casos en que el lugar de excepción ha
quedado preservado, y logra operar la castración real. Pero, si
hablamos de declinación de la función paterna, ello implica que
el padre real se halla en decadencia en tanto intenta colmarse
el lugar de la excepción en una suerte de reciclado posmoderno
sin falta y sin pérdida.
“Ana Rita”: entre el “deseo loco” de la madre y ¿el padre
del nombre?
Ana Rita es una mujer de 33 años que se queja por algo que
quiere sacarse de encima el apellido paterno: Pretti(18). Ese es
el nombre de su padre: Valentín Milton Pretti.
Ella se ha presentado siempre con cierta consistencia yoica:
“yo soy la hija de un torturador” sentencia pronunciada cada
vez que decidía cambiar de diván.
Eso le ha transmitido su madre, una mujer atemorizada que ha
tejido un lazo endeble para ligar a su hija al Nombre del padre.
Un lazo que ha transmitido su miedo y su impotencia para
denunciarlo, pero no ha logrado enlazar allí el amor.
Ella fue la primera que le “hizo tener conciencia sobre el
dolor que significa arrastrar esta historia de horror y de
muerte” y le abrió los ojos. De allí su homenaje a la mujer
que: “siempre tuvo mucho miedo y a veces dejaba de comer, de
bañarse, pasaba el día acostada y de noche se levantaba a
rezar”.
¡Veinte
años! pasaron y varios divanes también, desde que Ana Rita se
enteró de las ocupaciones de su padre quién –siendo
comisario de la Policía Bonaerense y lugarteniente del general
Ramón Camps- participó de las torturas realizadas en el centro
clandestino de detención que funcionó en el Comando de
Operaciones Tácticas I (COT-I) de Martínez siendo él quién lo
dirigía. También formaba parte de la “Patota volante” y de la
Triple A.
Es
paradójico que Ana Rita, quién desde los 13 años sabe esta
verdad e increpa a su padre por ello, haya esperado hasta su
muerte para solicitar a la Justicia su pedido, para abandonar su
padecer y a sus 33 años, como un Cristo sufriente, decida dejar
la cruz que la ha identificado a su madre. “¿Tengo que
esperar a que todos se mueran para contarlo? Me dije, no, no le
pido permiso a nadie. Yo también tengo derecho a vivir”. Sin
embargo, luego de esta decisión, ha tomado una distancia
prudencial respecto de sus hermanos varones mayores como si
sintiera temor a alguna represalia, quizás la de ser tratada
como loca al igual que su madre era tratada por su padre por ser
ella quien sabía, y a veces hablaba, de las ocupaciones de
Pretti. “La forma en que se hablaba de esto en mi casa, era
la de una especie de secreto a medias, y los terapeutas de ese
momento continuaban con la lógica del «secretito familiar»”.
De este modo, quedaba condenada a sostener ese lugar siniestro y
alojarse allí: en ser la hija de un torturador. “Quizás, en
ese sentido, haya un poco de revancha en mi decisión... No puede
ser que la única opción para una mujer sea la locura”. No
puede ser que la única opción para situar en ella una mujer que
pueda hablar de su historia sea desde la locura. Y es que Juana
Vagliati, esa mujer a la que ella quiere homenajear portando su
apellido, cada vez que, intentaba hacerlo era tratada como loca
e internada en un psiquiátrico(19). Ana Rita, entonces, no solo
pide quitarse el apellido que la nombra como “hija de” y la
sitúa en una cadena de filiación portando el nombre del padre:
Pretti, sino que persigue hacer justicia y reivindicar a esa
mujer: su madre.
Así lo sitúa ella: “romper con el linaje que denota un
apellido” terminando con ese linaje de muerte que porta: “ser
la heredera de todo ese horror. Los apellidos son símbolos y el
mío es uno muy oscuro, lleno de sangre y de dolor",
y soltando ese lastre familiar, esa herencia, quizás “pueda
vivir” y quizás pueda desear más allá de la muerte que la ha
rodeado y de la locura que se le ha marcado como única salida si
se proponía hablar de ello. Y
el apellido materno sería su posibilidad de portar otro linaje.
Sin embargo, ese otro apellido la destina a ser la encargada de
hablar…junto con su terapeuta que la acompaña.
Podríamos aventurarnos a decir que se trata de romper con “el
ser nombrado para” allí donde ha quedado ubicada prontamente en
lo social: como hija de un torturador y una loca mística, que
“adoraba al ángel Gabriel mientras vivía con el Demonio”. Y,
justamente, allí no ha habido lugar para que el amor pudiera ser
ejercitado. Esa dualidad (amor-odio/padre-madre) no ha dejado
lugar a la terceridad, no ha dejado un lugar que pudiera
ocuparse con amor. Puesto que si se abría una brecha esta era
prontamente clausurada por la desestimación y la locura. Es más,
su madre no ha conseguido hacer muchos cabeceos en ese sentido.
Y Ana Rita lo sabe. La relación de su padre y su madre no parece
haber estado marcada por el deseo sino por el horror y la
muerte.
Entonces, si el destino de la filiación de la cría se halla
soportado en aquello que hace la madre con la palabra del padre,
y se sustenta de la relación de ésta, con el padre del nombre,
en este caso, podemos decir que se ha tratado de una mujer que,
impotente ante dicha palabra, la ha nombrado encargada de
denunciarlo por sus ocupaciones ante el estado, allí dónde ella
no lo ha conseguido. Asignándole la tarea de encontrar un No!
que logre traducir ese nombre, para no heredar únicamente lo que
ella le ha transmitido de él: el horror.
Así Ana Rita, apeló a la legalidad socia, la del sistema
jurídico, presentado su pedido en los Tribunales de Lomas de
Zamora, para que, con sus cabeceos, la nombre e inscriba un No
al permitirle portar el apellido materno en una suerte de
transmisión de la ley por la vía de resituar a la madre:
"Mi fantasía era mi papá, yo y un juez en el medio. Esta
situación con mi papá enfrente, poder mirarlo a los ojos. No sé
si se hubiese animado a decirme la verdad pero al menos poder yo
exigirle":
Fantasía que cobra toda su relevancia allí dónde su madre, otra
mujer, no ha podido hacerlo. Pero, para realizar dicha tarea
debía llevar la cuenta de las atrocidades cometidas y
denunciarlas ante la Justicia y ante ello se preguntaba
“¿por qué el Estado me obliga a hacer esto a mí? ¿Por qué lo
tengo que hacer yo? Era muy chica, luego adolescente, después
joven y... soy su hija. ¿Por qué yo? ¿No puede ser otro?”
Esa encrucijada filiatoria la obligaba, entonces, a juzgar a su
padre, un padre del que recuerda
en su memoria por momentos “agradable” y que le hace
revivir sensaciones contradictorias mezcladas “un
pasado de mucha tristeza, donde a mi mamá la ingresa en un
psiquiátrico porque –creo- sabía demasiado sobre la represión”.
Entonces, en su última terapia, decide no juzgarlo en nombre de
la sociedad sino cambiarse el apellido, de este modo: “marcaría
un corte, una ruptura en la transmisión generacional que
denotaba el horror de lo hecho por él” (...) “romp [iendo]
con un trauma que [la] persigue y reivindicarla a
ella, que murió torturada por todo lo que había vivido al lado
de mi padre”.
Por último. Reemplazar el apellido paterno por el materno en una
suerte de sustitución significante, hace posible recibir otra
herencia/suplencia de ese nombre del padre y situarse ahora
entre significantes procurándose un lazo de filiación por amor.
Ese acto la despoja de lo que queda en ella de Saracho (20) y
crea a su vez un nombre que una madre pueda transmitir a sus
hijos y del cual pueda sentirse orgullosa: Ana Rita Vagliati e
instituirlo socialmente.
Notas y referencias bibliográficas:
(1)
LACAN, J.: El seminario. Libro 5: “Las formaciones del
inconciente”. Clase del 15/1/58. Inédito.
(2)
Este planteo lo hemos desarrollado en “La función materna:
¿misterio u olvido en los albores de la degeneración
catastrófica?”. En Ética y Cine: La singularidad en
situación. Vol. III.
(3)
LACAN, J.: El Seminario. Libro 22: “R.S.I.”. Clase
21/1/75. Inédito
(4) Nos referimos al Seminario 21 “Los no
incautos yerran” (1973-74).
Inédito.
(5)
INDART, J. C.: (2003) “El signo de una degeneración
catastrófica”, pág.
35.
(6)
LACAN, J.: El Seminario. Libro 21: “Los no incautos yerran”.
Clase 19/3/74. Inédito.
(7) Ibíd.
(8) LACAN, J.: (1992) El seminario. Libro 3. “Las Psicosis”,
pág. 126.
(9)
Lacan en: la Clase del 19/3/74 del Seminario 21 sitúa al
orden de hierro como el retorno del Nombre del Padre en lo Real.
(10)
LACAN, J.:
El
Seminario. Libro 22: “R.S.I.”.
Clase del 21/1/75. Inédito.
(11)
LACAN, J.: (1993) “Dos notas sobre el niño”, pág. 57.
(12)
En este sentido, Miller plantea, en “El niño, entre la mujer y
la madre”, que: “No basta con el Nombre del Padre y el
respeto por el Nombre del Padre. Es preciso, además, que se
preserve el no-todo del deseo femenino y, por lo tanto, que la
metáfora infantil no reprima en la madre su ser de mujer”.
(13)
LACAN
J.: El Seminario. Libro 22: “R. S. I.”. Clase del
21/1/75.
Inédito.
(14)
LACAN, J.: (1993) “La Tercera”, pág. 93.
(15)
Expresión que alude a aquella que Lacan profiriera como
“humanizar el deseo”, rescatada por Miller en “El niño,
entre la mujer y la madre”. Op. Cit.
(18) En Relación con esto Ana Rita cuenta: “algunos de ellos
[los terapeutas] me pedían que intentara rescatar el lado amable
de mi papá, pero la realidad me devolvía esto: cada vez que
volvía a casa y nos daba un beso, venía de matar, de torturar o
de robar; de quedarse, como decían ellos, con el botín de guerra
de los desaparecidos. La realidad me devolvía que el hombre que
me tenía que cuidar, que acariciar, era un asesino”.
(19)
Ana Rita refiere en relación a ello el episodio con Gabriel, un
joven que:"mi papá lo sacó del Pozo de Banfield y lo llevó a
casa. Sé que mamá tuvo una especie de fascinación o
enamoramiento con este chico. Y cuando papá se enteró, lo sacó
de casa. Ahí fue la primera internación de mamá en el
psiquiátrico”. Cuando Gabriel desapareció su madre quiso
separarse (debido a que confirmó las ocupaciones de su marido).
“Mi padre me dijo que estaba vivo
en Israel, que era marino”. “A Gabriel lo tengo presente porque
simboliza el comienzo de la locura de mi mamá”.
(20) Ese es el sobrenombre que utilizaba su padre para realizar
sus tareas en los centros clandestinos de detención, y el nombre
que aparece en todas las denuncias en su contra. Según Ana Rita
era una forma de insulto que hacía referencia a un oficial de
policía homosexual y que entonces, entre ellos se decían así,
pero además agrega: “mi papá es Saracho”.
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mena@torresjardin.com