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La civilización actual y los derechos en la niñez
Alfano, Adriana

 

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Para abordar el tema de los derechos en la niñez creemos necesario partir del concepto de niño en tanto producido por un discurso. Esto significa que no tomamos al niño como un producto del orden natural o biológico sino como una construcción social. Es decir, entendemos que la existencia misma del niño sólo resulta posible pensarla dentro de un discurso social en el contexto de una época determinada.

El alcance de esta afirmación implica tener presente las investigaciones históricas que han concluido que la niñez, como categoría diferenciada de la adultez, fue inexistente hasta fines del siglo xvii.  Es por esto que se establece un ordenamiento de intervenciones institucionales específicas para la niñez recién cuando este concepto comienza a operar. Sistemas de enseñanza, instrumentos jurídicos, dispositivos asistenciales, diagnósticos médico-pediátricos, son generados a partir de que el niño es producido en el discurso.

Ya instaurada esta noción, la invención del psicoanálisis en el incipiente siglo xx produce una drástica ruptura con la idea del niño inocente y plenamente educable, tal como fuera concebido en su distinción del adulto. Esto sucede cuando Freud postula ante la sociedad patriarcal vienesa la existencia de la sexualidad infantil y el placer ligado a los orificios corporales, originado en los cuidados maternos.

Partiendo de estas consideraciones, diremos entonces que es posible reflexionar en torno a los derechos de los niños sólo si los articulamos con las coordenadas del contexto que los atraviesan. Esta base del problema resulta indispensable si al mismo tiempo postulamos que los modos en que el niño es concebido en cada época afectan las formas de respuesta que el niño da.

 

Breve recorte del marco jurídico actual

En 1989, la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño fue adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, incorporando en su articulado aspectos que ya estaban contenidos desde treinta años atrás en la Declaración de los Derechos del Niño (1959). Pero también introdujo un importante avance que consistió en comprometer jurídicamente a los Estados signatarios como responsables de sus acciones respecto de los niños.

Nuestro país ratificó la Convención sobre los Derechos del Niño en 1990 instituyéndola como ley nacional, y poco más tarde, en 1994, la Convención Constituyente la incorporó en la nueva Constitución Nacional, otorgándole de esta manera jerarquía supra legal.

Sin embargo, durante muchos años quedó pendiente que los lineamientos acordados en el marco de la CDN fuesen trasladados al campo jurídico nacional mediante una normativa que tuviese una incidencia más efectiva en el respeto por estos derechos dentro de los ámbitos vinculados a la niñez. Fue recién en el año 2005 que se aprobó la largamente esperada Ley de Protección Integral de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes.

Su sanción fue bienvenida, aunque no sin algunas observaciones, por los actores sociales que demandaban establecer una nueva definición de las relaciones de las instituciones en general con la niñez, y también por aquellos sectores que reclamaban una nueva legislación que permitiera cerrar una etapa dominada por la llamada doctrina de la protección irregular.

Esta última consideraba al niño un objeto pasivo de intervención por parte de la familia, el Estado y la sociedad, y se caracterizó por la utilización del término “menor” para referirse a los niños y adolescentes institucionalizados sobre quienes recaían las actuaciones judiciales. La asistencia estatal expresaba a un tiempo posiciones tanto benefactoras y protectoras como segregadoras y vigiladoras, reflejando en sus prácticas la contradicción entre vulnerabilidad y peligrosidad respecto de la consideración de sus asistidos.

La sanción y posterior reglamentación de la ley de Protección Integral implicó un paso adelante al establecer la noción de niño como sujeto activo de derechos, dejando de considerarlo un ciudadano en formación para reconocerlo como ciudadano pleno y contemplando su autonomía progresiva. A partir de aquí, la protección de la ley deja ya de recaer sobre el niño −en tanto objeto− y comienza a hacerlo sobre los derechos que le asisten −en tanto sujeto−.[1]

 

Algunas características de la civilización contemporánea

Variados aspectos, abordados desde diferentes disciplinas, son caracterizados como propios de la civilización actual.[2] Hemos preferido restringirnos a tomar tres ejes que consideramos tienen fuerte incidencia en la constitución de la subjetividad de la época: el desmoronamiento de ideales tradicionales, la devaluación de la autoridad y la innovación en la concepción del espacio y el tiempo.

Decimos que inciden en la constitución subjetiva en la medida que los aspectos mencionados atraviesan fuertemente las significaciones familiares, y es la familia el lugar donde el niño va a constituirse como sujeto. No puede existir sin ese alojamiento en la trama simbólica familiar debido a que cuando nace se encuentra en una situación de desvalimiento tal que requiere de manera imprescindible ese sostén. Por esta razón, resultan muy severas las consecuencias para el niño cuando se producen fallas en este lazo por el cual la filiación se instaura.

No nos referimos aquí a consecuencias habidas por la diversidad en la conformación de la familia contemporánea (uniparentalidad, parentalidad gay o lesbiana, advenimiento de los hijos a través de tecnologías de reproducción, familiaridad ensamblada por uniones sucesivas, etc.) sino, por el contrario, a las dificultades que se producen cuando el niño queda en un lugar de desamparo, o es inexistente el deseo de alojarlo en el lugar de hijo. La degradación de la familia no se produce por las formas que adquiere sino cuando se hallan ausentes las prohibiciones fundantes del parentesco que impiden la confusión de generaciones (nos referimos primordialmente a la prohibición del incesto). 

Uno de los aspectos mencionados, la devaluación de la autoridad, no alude a la persona que la encarna sino a la devaluación de la palabra que proviene del lugar de autoridad. Un contexto atravesado por esta particularidad propicia el surgimiento de variadas modalidades de violencia, y también –de manera fundamental− conduce a inhabilitar la eficacia de cualquier sanción y a diluir las figuras de responsabilidad y culpa. En el campo del saber, la autoridad también está concernida. Si bien la horizontalidad en los intercambios favorece el acceso al conocimiento, lo es en tanto pueda sostenerse una referencia a un saber autorizado. Si bien autoridad no es sinónimo de un saber completo e indiscutible, su menoscabo conduce inevitablemente a la desorientación y paradójicamente a la búsqueda de Amos absolutos, que como tales resultan terribles y gozadores.

La devaluación de la autoridad, en forma conjunta con el desmoronamiento de ideales tradicionales -otro de los aspectos señalados que caracterizan la civilización actual- tiene especial relación con la constitución de la familia. Por un lado porque la autoridad del padre ha quedado destituida en su carácter hegemónico, y por otro porque la estabilidad familiar ha dejado de ser un ideal a sostener incondicionalmente. Por lo tanto, si bien los lazos de sangre se conservan, han crecido en autonomía los lazos de alianza, que son electivos. Pero con un agregado: la elección de estos vínculos de alianza ya no tienen la anterior permanencia sino que son temporarios, y generan nuevos lazos organizados al margen de las jerarquías establecidas por la familia conyugal clásica[3] (de esta manera, sólo para tomar un ejemplo, un hijo del matrimonio anterior del padre puede tomar por abuela a la madre de la esposa actual). De forma similar, aunque no necesariamente ligadas a estas últimas razones, también caen, se amplían o modifican las referencias identificatorias clásicas.

No obstante todo lo señalado, la familia parece en condiciones de resistir y reinventarse[4]. Por otra parte, aunque con cierta demora, el campo jurídico también logra ir incorporando en forma progresiva los derechos y obligaciones que se desprenden de estos nuevos contextos y de las relaciones entre los sujetos allí surgidas (como la unión civil de parejas homosexuales, la adopción del hijo del cónyuge, el cobro de pensiones en las uniones de hecho, etc.).

En la reglamentación de la ley de Protección Integral de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes se ha intentado definir con mucha amplitud qué se entiende por familia[5]. Ahora bien, es necesario tener en cuenta que si bien el objetivo buscado es evitar las viejas prácticas del patronato que operaban separando del medio familiar de origen e institucionalizando al niño por tiempos prolongados (incluso hasta la mayoría de edad),  una definición de familia excesivamente extendida podría tornarse problemática si confundiera el deseo de filiar con el afecto o la solidaridad. Es decir, alguien puede devenir hijo en la medida que sea sostenido por un deseo no anónimo y singular, independientemente de que este sostén provenga o no de un parentesco instituido por consanguinidad.    

Es necesario recordar aquí que el deseo va unido a la prohibición, y en este sentido, debemos advertir el riesgo que comportan los escenarios actuales cuando van acompañados de lo que el psicoanalista francés Eric Laurent ha dado en llamar la “desautorización de las prohibiciones”. Esta variable se pone en evidencia al registrarse un aumento en las “patologías de acciones” y no en las “patologías derivadas de la prohibición”[6]. Es decir, lo que se está señalando es el incremento de los fenómenos violentos tanto en el propio sujeto como hacia los semejantes, y no de aquellas estructuras neuróticas ligadas al excesivo acotamiento pulsional.

En cuanto al tercero de los aspectos recortados para caracterizar la civilización contemporánea, que es la innovación en la concepción del espacio y el tiempo, está obviamente ligado a la introducción de Internet y las tecnologías aplicadas a múltiples campos del conocimiento, que han modificado de forma radical la relación de los sujetos con las coordenadas temporales y espaciales clásicas.

Los espacios virtuales en todas sus variantes y los tiempos instantáneos inciden no sólo en la modalidad del acceso a la información, sino en la generación de nuevos contactos libidinales, tanto amorosos como perversos. Por otra parte, la virtualidad y la instantaneidad provistas por la tecnología propician una cierta inversión en el lugar de saber entre padres e hijos, cuando ese saber es rebajado a la meta de obtener de los segundos la habilidad instrumental con la que cuentan. Asimismo, también este aspecto ha contribuido en gran medida al derrumbe de otro de los ideales tradicionales, ligado al valor del esfuerzo y la aceptación de la espera.

 

Los derechos de los niños o los derechos en la niñez

Si la caída de los ideales tradicionales es un signo de la actualidad, surge como pregunta si es posible pensar a los derechos humanos en el lugar de un ideal emergente de la época. En el caso de adherir a una respuesta afirmativa, no podríamos considerarlos al margen de otras particularidades de la contemporaneidad. En la misma línea, resulta necesario preguntarse si los derechos humanos como ideal podrían pasar la prueba de impartir un límite apaciguador. Si así fuese, indudablemente los derechos no podrán quedar deslindados de las obligaciones.  

Decíamos al comienzo que los modos en que el niño es concebido en cada época afectan las formas de respuesta que el niño da. De qué manera, entonces, podemos pensar la subjetividad que adviene con niños que tienen la nueva condición de sujetos de derechos, y de qué modo redefinir los límites cuando la autoridad se presenta devaluada.

El problema no es que los niños sean sujetos de derecho y ciudadanos plenos, el problema se produce cuando se trata de otorgar autonomía progresiva para el ejercicio de sus derechos en el contexto de caída de la autoridad parental. Resultaría por demás obvio decir por qué un niño, si bien tiene derechos siempre, sólo puede ejercerlos de forma progresiva. Entonces, tal otorgamiento resulta indispensable y constituye un subrogado de los legados simbólicos del padre (más allá de que su persona esté presente o ausente), pero no es posible que se efectivice si el niño está desalojado del lazo filiatorio.

Cuando hablamos de los derechos del niño estamos utilizando una particularidad gramatical llamada genitivo, que enuncia una relación de propiedad, posesión o pertenencia. Algunas veces esta relación entre sustantivos genera ambigüedad y debe decidirse de qué lado recae la posesión[7]. En el caso de los derechos del niño, en primera instancia, no se produciría tal ambigüedad en la medida que nadie pensaría que los niños son propiedad de los derechos, sino claramente que los derechos le pertenecen.

Sin embargo, si nos detenemos un poco más, encontraremos que el sentido unívoco se desvanece cuando intentamos explicar qué significa que el niño tiene derechos o, como también suele decirse, que es titular de derechos. En principio diremos que significa que no está en vía de adquirirlos sino que ya tiene el título de propiedad: los derechos están a su nombre.

Ahora bien, aquí se nos presenta un aspecto a resolver, y es que si se le otorga al niño el ejercicio progresivo de los derechos podría pensarse que el hecho de otorgar implica tomarlo como objeto pasivo. Por otra parte, en los casos en que se considera que el niño por diversas razones ha quedado por fuera de los derechos que le pertenecen, se debe procurar restituir los mismos, lo que podría implicar ubicarlo como víctima, es decir, también como objeto pasivo.

Entendemos, por lo tanto, que si pretendemos considerar al niño en su estatuto de  sujeto activo deberíamos pensar los derechos humanos ejercidos en la niñez más que los derechos del niño. Diferencia sustancial que tiene su correlato en los modos en que se establece el lazo social. 

En esta línea de pensamiento, los derechos en la niñez tienen su contraparte en las obligaciones, no en el sentido de las obligaciones esperadas de un sujeto jurídicamente responsable, sino referidas a ejercer de manera progresiva los derechos con otros niños. Es una forma de pensar la ciudadanía en la niñez que no sea equiparable a “consumir” derechos. Dicho de otro modo, se trata no sólo de proteger al niño contra toda forma de discriminación sino también de que el niño ejerza la no discriminación; de que tenga la oportunidad de ser escuchado y también de que escuche a su semejante; de que se respete su opinión y de igual modo respete opiniones de los otros; de que se respeten sus libertades fundamentales y que respete las libertades de otros ciudadanos niños.

En definitiva, no es otra cosa que pensar el campo de los derechos humanos en la niñez como una referencia tercera que contribuya al desafío de poner un nuevo nombre al límite apaciguador.


 

[1] Por exceder el objetivo del presente trabajo, se dejará de lado en este recorte del marco jurídico el estado de las normativas concernientes al campo de la responsabilidad penal juvenil.

[2] Nos ha resultado especialmente enriquecedor el texto de la Conferencia de clausura del curso 2004/05 del Grupo de Investigación sobre Ficciones Familiares del Instituto del Campo Freudiano de Barcelona, a cargo del psicoanalista José Ramón Ubieto. En versión electrónica del Instituto de Altos Estudios Universitarios de España.

[3] Cf. Lewkowicz, I., “Reflexiones sobre la trama discursiva de la fraternidad”, en Sangre o elección, construcción fraterna, Droeven, J. (comp.), Libros del Zorzal, 2002.

[4] Esta parece ser la conclusión del exhaustivo recorrido que sobre este tema realiza Roudinesco, E., en La familia en desorden, Fondo de Cultura Económica, 2002.

[5] Artículo 7 de la reglamentación de la Ley 26.061: “Se entenderá por ‘familia o núcleo familiar’, ‘grupo familiar’, ‘grupo familiar de origen’, ‘medio familiar comunitario’ y ‘familia ampliada’, además de los progenitores, a las personas vinculadas a los niños, niñas y adolescentes, a través de líneas de parentesco por consanguinidad o por afinidad, o con otros miembros de la familia ampliada. Podrá asimilarse al concepto de familia a otros miembros de la comunidad que representen para la niña, niño o adolescente, vínculos significativos y afectivos en su historia personal como así también en su desarrollo, asistencia y protección.  Los organismos del Estado y de la comunidad que presten asistencia a las niñas, niños y sus familias deberán difundir y hacer saber a todas las personas asistidas de los derechos y obligaciones emergentes de las relaciones familiares.”

[6] Entrevista publicada en el diario La Nación, 9-7-2008.

[7] Por ejemplo, si decimos “los cuadros del abuelo” podemos estar aludiendo a una colección de cuadros que contienen la imagen de un abuelo, o bien a unos cuadros que son propiedad del abuelo. En el primer caso, la posesión recae en los cuadros (que poseen la imagen del abuelo), en el segundo recae en el abuelo (que posee cuadros).