Para abordar el tema de los derechos en la niñez creemos
necesario partir del concepto de niño en tanto producido por un
discurso. Esto significa que no tomamos al niño como un producto
del orden natural o biológico sino como una construcción social.
Es decir, entendemos que la existencia misma del niño sólo
resulta posible pensarla dentro de un discurso social en el
contexto de una época determinada.
El alcance de esta afirmación implica tener presente las
investigaciones históricas que han concluido que la niñez, como
categoría diferenciada de la adultez, fue inexistente hasta
fines del siglo xvii.
Es por esto que se establece un ordenamiento de intervenciones
institucionales específicas para la niñez recién cuando este
concepto comienza a operar. Sistemas de enseñanza, instrumentos
jurídicos, dispositivos asistenciales, diagnósticos
médico-pediátricos, son generados a partir de que el niño es
producido en el discurso.
Ya instaurada esta noción, la invención del psicoanálisis en el
incipiente siglo xx
produce una drástica ruptura con la idea del niño inocente y
plenamente educable, tal como fuera concebido en su distinción
del adulto. Esto sucede cuando Freud postula ante la sociedad
patriarcal vienesa la existencia de la sexualidad infantil y el
placer ligado a los orificios corporales, originado en los
cuidados maternos.
Partiendo de estas consideraciones, diremos entonces que es
posible reflexionar en torno a los derechos de los niños sólo si
los articulamos con las coordenadas del contexto que los
atraviesan. Esta base del problema resulta indispensable si al
mismo tiempo postulamos que los modos en que el niño es
concebido en cada época afectan las formas de respuesta que el
niño da.
Breve recorte del marco jurídico actual
En 1989, la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño
fue adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas,
incorporando en su articulado aspectos que ya estaban contenidos
desde treinta años atrás en la Declaración de los Derechos del
Niño (1959). Pero también introdujo un importante avance que
consistió en comprometer jurídicamente a los Estados signatarios
como responsables de sus acciones respecto de los niños.
Nuestro país ratificó la Convención sobre los Derechos del Niño
en 1990 instituyéndola como ley nacional, y poco más tarde, en
1994, la Convención Constituyente la incorporó en la nueva
Constitución Nacional, otorgándole de esta manera jerarquía
supra legal.
Sin embargo, durante muchos años quedó pendiente que los
lineamientos acordados en el marco de la CDN
fuesen trasladados al campo
jurídico nacional mediante una normativa que tuviese una
incidencia más efectiva en el respeto por estos derechos dentro
de los ámbitos vinculados a la niñez. Fue recién en el año 2005
que se aprobó la largamente esperada Ley de Protección Integral
de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes.
Su sanción fue bienvenida, aunque no sin algunas observaciones,
por los actores sociales que demandaban establecer una nueva
definición de las relaciones de las instituciones en general con
la niñez, y también por aquellos sectores que reclamaban una
nueva legislación que permitiera cerrar una etapa dominada por
la llamada doctrina de la protección irregular.
Esta última consideraba al niño un objeto pasivo de intervención
por parte de la familia, el Estado y la sociedad, y se
caracterizó por la utilización del término “menor” para
referirse a los niños y adolescentes institucionalizados sobre
quienes recaían las actuaciones judiciales. La asistencia
estatal expresaba a un tiempo posiciones tanto benefactoras y
protectoras como segregadoras y vigiladoras, reflejando en sus
prácticas la contradicción entre vulnerabilidad y peligrosidad
respecto de la consideración de sus asistidos.
La sanción y posterior reglamentación de la ley de Protección
Integral implicó un paso adelante al establecer la noción de
niño como sujeto activo de derechos, dejando de considerarlo un
ciudadano en formación para reconocerlo como ciudadano pleno y
contemplando su autonomía progresiva. A partir de aquí, la
protección de la ley deja ya de recaer sobre el niño −en tanto
objeto− y comienza a hacerlo sobre los derechos que le asisten
−en tanto sujeto−.
Algunas características de la civilización contemporánea
Variados aspectos, abordados desde diferentes disciplinas, son
caracterizados como propios de la civilización actual.
Hemos preferido restringirnos a tomar tres ejes que consideramos
tienen fuerte incidencia en la constitución de la subjetividad
de la época: el desmoronamiento de ideales tradicionales, la
devaluación de la autoridad y la innovación en la concepción del
espacio y el tiempo.
Decimos que inciden en la constitución subjetiva en la medida
que los aspectos mencionados atraviesan fuertemente las
significaciones familiares, y es la familia el lugar donde el
niño va a constituirse como sujeto. No puede existir sin ese
alojamiento en la trama simbólica familiar debido a que cuando
nace se encuentra en una situación de desvalimiento tal que
requiere de manera imprescindible ese sostén. Por esta razón,
resultan muy severas las consecuencias para el niño cuando se
producen fallas en este lazo por el cual la filiación se
instaura.
No nos referimos aquí a consecuencias habidas por la diversidad
en la conformación de la familia contemporánea (uniparentalidad,
parentalidad gay o lesbiana, advenimiento de los hijos a través
de tecnologías de reproducción, familiaridad ensamblada por
uniones sucesivas, etc.) sino, por el contrario, a las
dificultades que se producen cuando el niño queda en un lugar de
desamparo, o es inexistente el deseo de alojarlo en el lugar de
hijo. La degradación de la familia no se produce por las formas
que adquiere sino cuando se hallan ausentes las prohibiciones
fundantes del parentesco que impiden la confusión de
generaciones (nos referimos primordialmente a la prohibición del
incesto).
Uno de los aspectos mencionados, la devaluación de la autoridad,
no alude a la persona que la encarna sino a la devaluación de la
palabra que proviene del lugar de autoridad. Un contexto
atravesado por esta particularidad propicia el surgimiento de
variadas modalidades de violencia, y también –de manera
fundamental− conduce a inhabilitar la eficacia de cualquier
sanción y a diluir las figuras de responsabilidad y culpa. En el
campo del saber, la autoridad también está concernida. Si bien
la horizontalidad en los intercambios favorece el acceso al
conocimiento, lo es en tanto pueda sostenerse una referencia a
un saber autorizado. Si bien autoridad no es sinónimo de un
saber completo e indiscutible, su menoscabo conduce
inevitablemente a la desorientación y paradójicamente a la
búsqueda de Amos absolutos, que como tales resultan terribles y
gozadores.
La devaluación de la autoridad, en forma conjunta con el
desmoronamiento de ideales tradicionales -otro de los aspectos
señalados que caracterizan la civilización actual- tiene
especial relación con la constitución de la familia. Por un lado
porque la autoridad del padre ha quedado destituida en su
carácter hegemónico, y por otro porque la estabilidad familiar
ha dejado de ser un ideal a sostener incondicionalmente. Por lo
tanto, si bien los lazos de sangre se conservan, han crecido en
autonomía los lazos de alianza, que son electivos. Pero con un
agregado: la elección de estos vínculos de alianza ya no tienen
la anterior permanencia sino que son temporarios, y generan
nuevos lazos organizados al margen de las jerarquías
establecidas por la familia conyugal clásica
(de esta manera, sólo para tomar un ejemplo, un hijo del
matrimonio anterior del padre puede tomar por abuela a la madre
de la esposa actual). De forma similar, aunque no necesariamente
ligadas a estas últimas razones, también caen, se amplían o
modifican las referencias identificatorias clásicas.
No obstante todo lo señalado, la familia parece en condiciones
de resistir y reinventarse.
Por otra parte, aunque con cierta demora, el campo jurídico
también logra ir incorporando en forma progresiva los derechos y
obligaciones que se desprenden de estos nuevos contextos y de
las relaciones entre los sujetos allí surgidas (como la unión
civil de parejas homosexuales, la adopción del hijo del cónyuge,
el cobro de pensiones en las uniones de hecho, etc.).
En la reglamentación de la ley de Protección Integral de
Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes se ha intentado definir
con mucha amplitud qué se entiende por familia.
Ahora bien, es necesario tener en cuenta que si bien el objetivo
buscado es evitar las viejas prácticas del patronato que
operaban separando del medio familiar de origen e
institucionalizando al niño por tiempos prolongados (incluso
hasta la mayoría de edad), una definición de familia
excesivamente extendida podría tornarse problemática si
confundiera el deseo de filiar con el afecto o la solidaridad.
Es decir, alguien puede devenir hijo en la medida que sea
sostenido por un deseo no anónimo y singular, independientemente
de que este sostén provenga o no de un parentesco instituido por
consanguinidad.
Es necesario recordar aquí que el deseo va unido a la
prohibición, y en este sentido, debemos advertir el riesgo que
comportan los escenarios actuales cuando van acompañados de lo
que el psicoanalista francés Eric Laurent ha dado en llamar la
“desautorización de las prohibiciones”. Esta variable se pone en
evidencia al registrarse un aumento en las “patologías de
acciones” y no en las “patologías derivadas de la prohibición”.
Es decir, lo que se está señalando es el incremento de los
fenómenos violentos tanto en el propio sujeto como hacia los
semejantes, y no de aquellas estructuras neuróticas ligadas al
excesivo acotamiento pulsional.
En cuanto al tercero de los aspectos recortados para
caracterizar la civilización contemporánea, que es la innovación
en la concepción del espacio y el tiempo, está obviamente ligado
a la introducción de Internet y las tecnologías aplicadas a
múltiples campos del conocimiento, que han modificado de forma
radical la relación de los sujetos con las coordenadas
temporales y espaciales clásicas.
Los espacios virtuales en todas sus variantes y los tiempos
instantáneos inciden no sólo en la modalidad del acceso a la
información, sino en la generación de nuevos contactos
libidinales, tanto amorosos como perversos. Por otra parte, la
virtualidad y la instantaneidad provistas por la tecnología
propician una cierta inversión en el lugar de saber entre padres
e hijos, cuando ese saber es rebajado a la meta de obtener de
los segundos la habilidad instrumental con la que cuentan.
Asimismo, también este aspecto ha contribuido en gran medida al
derrumbe de otro de los ideales tradicionales, ligado al valor
del esfuerzo y la aceptación de la espera.
Los derechos de los niños o los derechos en la niñez
Si la caída de los ideales tradicionales es un signo de la
actualidad, surge como pregunta si es posible pensar a los
derechos humanos en el lugar de un ideal emergente de la época.
En el caso de adherir a una respuesta afirmativa, no podríamos
considerarlos al margen de otras particularidades de la
contemporaneidad. En la misma línea, resulta necesario
preguntarse si los derechos humanos como ideal podrían pasar la
prueba de impartir un límite apaciguador. Si así fuese,
indudablemente los derechos no podrán quedar deslindados de las
obligaciones.
Decíamos al comienzo que los modos en que el niño es concebido
en cada época afectan las formas de respuesta que el niño da. De
qué manera, entonces, podemos pensar la subjetividad que adviene
con niños que tienen la nueva condición de sujetos de derechos,
y de qué modo redefinir los límites cuando la autoridad se
presenta devaluada.
El problema no es que los niños sean sujetos de derecho y
ciudadanos plenos, el problema se produce cuando se trata de
otorgar autonomía progresiva para el ejercicio de sus derechos
en el contexto de caída de la autoridad parental. Resultaría por
demás obvio decir por qué un niño, si bien tiene derechos
siempre, sólo puede ejercerlos de forma progresiva. Entonces,
tal otorgamiento resulta indispensable y constituye un subrogado
de los legados simbólicos del padre (más allá de que su persona
esté presente o ausente), pero no es posible que se efectivice
si el niño está desalojado del lazo filiatorio.
Cuando hablamos de los derechos del niño estamos
utilizando una particularidad gramatical llamada genitivo, que
enuncia una
relación de propiedad, posesión o pertenencia. Algunas veces
esta relación entre sustantivos genera ambigüedad y debe
decidirse de qué lado recae la posesión.
En el caso de los derechos del niño, en primera instancia, no se
produciría tal ambigüedad en la medida que nadie pensaría que
los niños son propiedad de los derechos, sino claramente que los
derechos le pertenecen.
Sin embargo, si nos detenemos un poco más, encontraremos que el
sentido unívoco se desvanece cuando intentamos explicar qué
significa que el niño tiene derechos o, como también suele
decirse, que es titular de derechos. En principio diremos que
significa que no está en vía de adquirirlos sino que ya tiene el
título de propiedad: los derechos están a su nombre.
Ahora bien, aquí se nos presenta un aspecto a resolver, y es que
si se le otorga al niño el ejercicio progresivo de los derechos
podría pensarse que el hecho de otorgar implica tomarlo
como objeto pasivo. Por otra parte, en los casos en que se
considera que el niño por diversas razones ha quedado por fuera
de los derechos que le pertenecen, se debe procurar restituir
los mismos, lo que podría implicar ubicarlo como víctima, es
decir, también como objeto pasivo.
Entendemos, por lo tanto, que si pretendemos considerar al niño
en su estatuto de sujeto activo deberíamos pensar los derechos
humanos ejercidos en la niñez más que los derechos del
niño. Diferencia sustancial que tiene su correlato en los
modos en que se establece el lazo social.
En esta línea de pensamiento, los derechos en la niñez tienen su
contraparte en las obligaciones, no en el sentido de las
obligaciones esperadas de un sujeto jurídicamente responsable,
sino referidas a ejercer de manera progresiva los derechos con
otros niños. Es una forma de pensar la ciudadanía en la niñez
que no sea equiparable a “consumir” derechos. Dicho de otro
modo, se trata no sólo de proteger al niño contra toda forma de
discriminación sino también de que el niño ejerza la no
discriminación; de que tenga la oportunidad de ser escuchado y
también de que escuche a su semejante; de que se respete su
opinión y de igual modo respete opiniones de los otros; de que
se respeten sus libertades fundamentales y que respete las
libertades de otros ciudadanos niños.
En definitiva, no es otra cosa que pensar el campo de los
derechos humanos en la niñez como una referencia tercera que
contribuya al desafío de poner un nuevo nombre al límite
apaciguador.
Por exceder el objetivo del presente trabajo, se dejará
de lado en este recorte del marco jurídico el estado de
las normativas concernientes al campo de la
responsabilidad penal juvenil.