El psicólogo cumple funciones en múltiples
espacios de intervención. Sus conocimientos y la capacitación
correspondiente los autoriza a desempeñarse en distintos
ámbitos; cada uno de éstos, por sus características peculiares,
lo obliga a trabajar técnicamente de un modo distinto. Por muy
dispares que estas funciones resulten, ninguna de ellas, ni
siquiera las más nuevas e imprecisas, pueden relevarlo de su
compromiso ético. Tal compromiso opera como fondo de toda
actividad profesional y la condiciona sin exclusiones, No parece
ser éste el punto de vista sostenido por el Dr. Fernando Ramírez
en su artículo "Sobre la Ética".
Al partir del criterio de "indeterminación inicial en el rol del
psicólogo forense", supone la concepción que por ausencia de una
reglamentación normativa de su trabajo tal función se lleva a
cabo en un territorio cuyos alcances y límites están dados por
quien encarga la tarea.
La idea de que el psicólogo debe adaptarse a los requerimientos
de quien demanda no es sostenible en forma tajante ni aún en el
ámbito del tratamiento clínico, aspecto éste último que no
queremos dejar de mencionar pero que no trataremos aquí por
exceder nuestro tema.
Tomemos un ejemplo, quizá uno de los claros, extraído del ámbito
judicial. Se trata del peritaje de parte. En ocasiones, el
psicólogo es consultado para solicitarle que genere una prueba
favorable al sujeto. Tal tarea "a medida" es ética mente
inaceptable. La función del psicólogo debe remitirse a cumplir
su trabajo sin presiones y elevar el informe requerido sin otro
condicionamiento que el criterio profesional. Si el informe en
cuestión es útil para la defensa, es algo que debe decidir el
sujeto y sus representantes legales. El psicólogo debe evitar
que su función profesional sirva de cobertura a cualquier forma
de engaño.
El texto de Ramírez pone énfasis en la cuestión de la demanda,
encargándose de mostrar la distancia que existe entre un
paciente
–que
demanda tratamiento–
y el sujeto que el psicólogo forense debe entrevistar, tarea que
reclama el juez. En un caso el sujeto en cuestión es un
paciente, en el otro no. Análogamente, en un caso el psicólogo
es terapeuta, en el otro es un auxiliar de justicia. Partiendo
de esta diferencia, Ramírez releva de cualquier obligación ética
al psicólogo en relación al secreto profesional, para adecuarse
a lo que el juez exige necesario para el proceso. Semejante
deber de obediencia, ¿a qué responde? ¿qué hace suponer
semejante adecuación a la demanda, sino el criterio de compra
venta, las condiciones generales del mercado, como soporte de
tal adecuación?
Sin lugar a dudas que la actividad del psicólogo se desenvuelve
dentro del mercado y en las áreas que este establece,
requiriendo sus servicios; ello no implica que, por ese hecho,
los principios de su labor queden aplastados por el
particularismo del criterio mercantil. Llegado este punto
alguien podría levantar una objeción manifestando que hemos
partido de un mal ejemplo, ya que es muy distinto el reclamo de
una de las partes pretendiendo un engaño, que el pedido
imparcial de un juez reclamando una verdad. No se nos escapa
esta evidente diferencia; pero no es por su contenido que hemos
elegido tal ejemplo, sino porque muestra que la adecuación "a
medida" es inaceptable.
¿Y por qué razón no sería aceptable la del juez, cuando parece a
todas luces un pedido justo? Porque choca contra el criterio que
afirma que los elementos incluidos en un informe no pueden
perjudicar al sujeto.
En el caso de los menores de edad, la misma letra de la ley
reconoce esta necesidad, encargando al psicólogo que determine
si el sujeto se encuentra en "riesgo moral o material". Pero en
este punto es imprescindible definir conceptualmente a que nos
referimos con "perjuicio" y "beneficio", palabras frecuentemente
saturadas por contenidos moralizantes. Para explicarlo,
partiremos de lo definimos como ética de lo simbólico.
Una ética que encuentra su fundamento en el reconocimiento del
sujeto como ser simbólico; de un sujeto que se humaniza por el
lenguaje que a través de la palabra accede a la condición de
humano. Tal pasaje por el lenguaje constituye al sujeto
deseante, al sujeto del inconsciente. La ética de lo simbólico
entonces, reside en el reconocimiento de tal condición; y en sus
actos lleva implícita la intención del desarrollo simbólico del
sujeto. Todo aquello que atente centra su posibilidad simbólica
se erige en no ético. Cuando decimos "perjudica" o "beneficia"
al sujeto, debemos ubicamos en ese plano. Por lo tanto, no
necesariamente el yo del sujeto quedará satisfecho cuando en
esta vía, alguna intervención del psicólogo le ocasione
dificultades que desearía eludir.
Por ejemplo, si un sujeto acusado de un homicidio revela su
culpabilidad durante una entrevista con el psicólogo forense,
este deberá intervenir en primer término, confrontando al sujeto
con su acto, buscando reenviarlo así a las coordenadas
simbólicas que lo hagan responsable, pero si tal intervención no
obtuviera el resultado buscado, el psicólogo no podrá eludir su
obligación de dar a conocer tal información, dando la
posibilidad de que tal crimen obtenga la sanción necesaria no
solo para la sociedad sino y especialmente para el propio
sujeto.
En este caso, el silencio del profesional favorece la
posibilidad de que tal crimen quede impune. Tal impunidad
dejaría al sujeto inerme frente a su acto, sin posibilidad de
introducir un límite imprescindible a su alineación agresiva. El
castigo tiende allí al restablecimiento de lo simbólico,
severamente dañado en ese acto. Distinta es la situación si el
psicólogo toma conocimiento de un hecho tipificado por la
justicia como un delito, pero que responde a un particularismo
evidente como por ejemplo el consumo de marihuana. Sobre el
consumo de drogas existen opiniones diversas y encontradas.
Estas discrepancias tienen también expresión en el terreno
jurídico, al punto que mientras la tenencia para uso personal es
incriminada en ciertos países, en otros en cambio, el libre
consumo es permitido. Incluso economistas liberales, como Milton
Fridman y Guy Sorman, sostienen el derecho al libre consumo y la
necesidad de la libre venta para su mejor control.
En la actual etapa histórica no se ha establecido todavía, un
criterio único que ubique el problema en su justo lugar. El
psicólogo no puede intervenir sometiéndose al dictado
particularista, moral, que castiga la tenencia para el consumo
personal. Su obligación ética reside aquí en no brindar tal
información. Si alguien sostiene que el psicólogo debiera
brindar sin ningún tipo de reserva, toda la información que
obtiene, sometiéndose a lo que ordenó el juez, es decir, el
sistema jurídico de ese momento histórico, entonces hubiera
estado de acuerdo en denunciar a los pacientes judíos en
Alemania en el año 1938.
Las leyes que regulan a una sociedad surgieron en consonancia
con la ley simbólica. Pero más tarde algunas de ellas tuvieron
un curso divergente, expresando los intereses de un grupo y
erosionando la capacidad simbólica del conjunto.
¿Cómo suponer que el juez pueda encargar una tarea que se oponga
a los principios éticos de los psicólogos? De hecho, esto puede
producirse e incluso puede ser algo cotidiano, pero más allá de
su frecuencia, no es posible que se establezca como principio
que la palabra del juez disuelva el marco ético que el psicólogo
debe conservar en toda su circunstancia. Pretender esto es
idéntico a sostener que la actividad del psicólogo forense
–en
su carácter de auxiliar de justicia–
es esencialmente no ética.
Pero revisemos aún más este lugar. Si el juez necesita
información ¿porqué le encarga tal tarea al psicólogo? ¿no
cuenta acaso con otros funcionarios para tal tarea? Suponer
ingenuo que toda información deba ser extraída en los
interrogatorios policiales o judiciales (porque el sujeto
reservaría lo que lo incrimina o perjudica) y que es necesario
introducir un auxiliar que logre tal objetivo, es pretender que
la función del psicólogo forense quede reducida a la de espía
calificado. Ni aún lo señalado por Ramírez acerca de la
necesaria aclaración que el psicólogo forense debe hacer ante el
sujeto, presentándose como delegado del juez resuelve el
problema ético y los exime del secreto profesional. Ya que ni
tal aclaración puede disolver el peso imaginario que para ese
sujeto cargado de presiones tiene el estar frente a un
profesional de la salud que se ofrece a escucharlo, aunque se
trate de un enviado del juez. Tal estado subjetivo puede
no interesar al hombre de leyes, pero no puede dejar de ser
considerado por el psicólogo, quien sabe que el sujeto dirá,
ante él, más que ante ninguno aún más de lo que quiera decir.
Si el proceso judicial necesita de esta información
–y
no tenerla genera "Indefensión de las partes"–
es un problema de la justicia, quien deberá procurarse los
medios legítimos para obtenerla. Sostener que la información
debe ser brindada sin retaceos y que su mala utilización en el
proceso judicial no es algo que deba ser cargado a la cuenta del
psicólogo, nos conduce al punto central de una concepción que,
apelando a la categoría de "Intermediario", desresponsabiliza al
psicólogo en su ejercicio profesional.
De esto se trata la ética, de la responsabilidad. No se trata de
un problema de conciencia en el sentido propuesto en el trabajo
de Ramírez. Que un acto deje la conciencia tranquila a quien lo
lleva a cabo, no por eso se constituye en ético. Delegar
responsabilidades propias adecuándose a los intereses de quien
demanda es no ético por principio, aunque esto garantice un
sueño apacible. Si "responsable" significa dar una respuesta,
ésta no puede enajenarse ni aún en la figura del juez responder
ante un dilema ético, elegir el camino correcto rechazando el
que se reconoce como incorrecto, no es algo que el psicólogo
pueda eludir.
El psicólogo no se encuentra frente a "dos obligaciones
contradictorias", como lo pretende Ramírez. Tiene una sola
obligación y ésta se encuentra en la necesidad de respetar los
principios éticos. Algún juez podría decir entonces 'si no me
provee la información que necesito, ¿para qué lo quiero?'. Los
alcances de su función deberán ser revisados y precisados. Pero
tales alcances jamás podrán obligar a que los principios éticos
queden subordinados a los intereses de las partes. No solo las
partes en litigio. Sino como ya hemos dicho, ni siquiera el
propio juez como representante de la ley social.
Precisamente ante la pregunta sobre cual debe ser la función del
psicólogo forense, es necesario evitar los apresuramientos a dos
voces: por un lado los psicólogos, prestos a ocupar nuevas
plazas en el mercado; y por otro el administrador de justicia
buscando más elementos de prueba.
Publicado en la Revista de la Asociación de
Psicólogos Forenses de la República Argentina (APFRA);
año VI, Nº 9, Marzo 1994, pp. 60-64. (ISSN 0327-2001).
Publicado en la Revista de la Asociación de Psicólogos
Forenses Año 2 Nº 1 Septiembre 1990, de donde se han
extractado las citas que figuran en este artículo.