La siempre discutida relación entre derecho y psicoanálisis
generalmente se apoya en un conjunto de términos que ambos campos
comparten. Sin ánimo de incrementar esa
tendencia a forzar lazos de parentesco, queríamos poner en
consideración dos términos que hacen a la práctica misma en uno y
otro terreno.
Los términos aplicación e
interpretación poseen un alcance en el que es posible ubicar un
punto de cruce entre la función del juez y la del analista. Sin
pretender que tales funciones se superpongan, nos proponemos sugerir
que tanto el acto del juez como el del
analista son propiciatorios de la producción de un sujeto.
Ahora bien, ¿como
sería esto posible cuando uno y otro discurso tienen una concepción
del sujeto tan disímil?
En efecto, el derecho, al sustancializar al sujeto en una concepción
de "hombre" como ser natural o social, parte de un saber sobre tal
"hombre" sostenido en la creencia de encontrarlo como correlato de
su "naturaleza". Para el psicoanálisis, en
cambio, el sujeto se produce en el punto de inconsistencia, de corte
que la castración origina. No obstante esta diferencia fundamental
entre un discurso y otro, nuestro énfasis estará en ubicar en
qué medida
–y aun con esa noción de sujeto saturada de un prejuicio–
el derecho, en ciertas circunstancias, se encuentra en situación de
producir un sujeto: precisamente cuando se sustrae de la
aplicación para dar lugar a la interpretación.
Entendemos por aplicación la
pretensión de encontrar una correspondencia entre los enunciados de
una norma y determinada conducta de un individuo, que no es otro que
el sujeto capaz de conciencia. Este camino, que va desde la letra de
la ley hacia el sujeto, opera como un lecho de Procusto en el que la
norma se aplica de modo uniforme.
Esta
vía se sostiene y opera a partir
de la creencia de que la ley es consistente y una, y bajo la
pretensión de paridad exacta o proporción absoluta entre la ley y la
conducta observada.
A diferencia de tal pretensión, el psicoanálisis sostiene que tanto
la ley como el lenguaje portan una inconsistencia en la que es
posible ubicar la diferencia que hoy tratamos.
Para avanzar en nuestro tema nos serviremos de una discusión entre
los lingüistas acerca de la función del lenguaje. Los
representacionalistas sostienen que un enunciado sólo tiene sentido
si representa un estado de cosas; esto es,
cuando describe la realidad. Por lo tanto, tales enunciados pueden
ser confirmados o refutados confrontándolos con la realidad que
buscan describir. De este modo, poseen un valor de verdad de
constatación, pasible de ser verificada. La crítica que ha recibido
esta concepción sostiene en que ella no da lugar a aquellos
enunciados que no son descriptivos
como las preguntas, las órdenes, los enunciados estéticos o los
éticos.
En efecto, las órdenes y las preguntas, en tanto son acciones
ejercidas por el hablante sobre el oyente, no describen hechos sino
que ellos mismos son hechos. Son actos de decir, de enunciar.
No describen una acción sino que la
realizan. Estos actos de decir instauran
una realidad que no tenía lugar antes del acto de enunciación.
Tienen valor de verdad en tanto fundan una nueva situación. Por lo
tanto, no poseen valor de verdad de constatación sino de
instauración y se sostienen en la enunciación y no en el
enunciado. Estos actos de enunciación tienen función de
interpelación ante la cual el sujeto queda en situación de responder.
Los enunciados representativos-constatativos, por una parte y los
realizativos por otra, muestran a la palabra en su doble función: la
de instrumento de comunicación y la de instauradora de subjetividad.
El lenguaje puramente constatativo reduce la palabra –o
pretende hacerlo–
a simple instrumento de comunicación, de medio para un propósito. La
función realizativa (performativa) de la palabra muestra su
carácter fundante al interpelar al sujeto al que se dirige.
Ahora bien, no obstante haber comenzado por ubicar la aplicación
como una pretensión de hacer coincidir la letra de la norma con
una conducta, es necesario señalar que tal coincidencia es, en
sentido estricto, imposible. La aplicación de la norma se encuentra
con dificultades de diversa índole que no permiten su traslación
mecánica.
En efecto, para el derecho -tomaremos a Hans Kelsen en este terreno-
la aplicación de la norma en un caso específico se encuentra con
obstáculos que impiden un resultado pleno, sin fisuras. Kelsen
señala que existen diversos puntos de indeterminación en la ley. En
ocasiones, deliberadamente: para que una norma inferior introduzca
una precisión que falta en la ley general. A esto se agrega la
existencia de normas que se contradicen y la discrepancia surgida
entre el enunciado de la ley y la voluntad del legislador, división
sumamente rica. Pero aún hay otro obstáculo que Kelsen menciona: la
imposibilidad, inherente a la lengua, de establecer un sentido
lingüístico unívoco; de este modo, la norma es necesariamente
ambigua. En consecuencia, no existe una vía única cuando se está
obligado a optar por alguno de los significados lingüísticos, de
conjeturar cuál ha sido la voluntad del legislador o de elegir entre
una de las normas que se contradicen.
La imposibilidad de la aplicación lisa y llana obliga al acto de
interpretación de aquel que debe aplicar la norma. Es decir, la
interpretación es convocada para resolver un problema sin salida
ante la indeterminación que emana de las flaquezas que la letra de
la ley presenta. El enunciado de la ley se presenta como un saber
que caduca en su consistencia cuando la interpretación toma su
lugar. La interpretación tiene lugar no en la letra de la ley, en
alguna forma de consistencia de su enunciado sino precisamente a
partir de sus grietas: en el punto en que vacila al decir, en la
ambigüedad, la contradicción, en el sentido inasible; esto es, en
las múltiples formas de inconsistencia que, finalmente, no es otra
que aquella por la que está afectada la palabra.
Habitar el campo del lenguaje supone la interpretación incesante en
la medida que la vida no ofrece asideros ciertos para el hombre.
Así, la posición de intérprete es estructural al sujeto dividido.
P. Legendre, al analizar las
razones de la embestida nazi contra el pueblo judío concluye que el
hitlerismo ha sido un ataque a la civilización de los intérpretes
que pretende aplastar la interpretación del texto como operación
cultural.
Esta idea de Legendre le permite a David Kreszes
proponer la lectura de tres posiciones frente a la verdad que el
Otro porta en la ficción fundadora que sostiene. Estas tres
posiciones se producen como efecto de la transferencia de saber del
Otro al sujeto.
En la primera de ellas no hay ninguna posibilidad de acceso al
saber del Otro: la distancia entre el sujeto y el texto es
absoluta e irreductible. En la segunda, encontramos una
transferencia parcial de tal saber al sujeto por la vía de la
hermenéutica. En la tercera, hay una transferencia
total del saber. Éste ha encarnado en alguien que porta el saber
absoluto.
Kreszes se refiere a estas tres posiciones para situar en cada una
de ellas a la función del intérprete. Querríamos hacer
algunas observaciones sobre esto.
En la primera
–por “la intransferibilidad de todo poder
interpretativo desde el Otro al intérprete”–
entendemos que no hay,
en sentido estricto, función del intérprete. El texto es fijo,
inmóvil y el sujeto lo mira con ojos petrificados. Nada hay para
agregar o retirar de ese texto que es la verdad hecha letra. Como el
muñeco del ventrílocuo, el sujeto sólo está en posición de comunicar
la palabra que surge del vientre de Dios. El sujeto es un testigo
mudo y sólo está en posición de nuncio, de aquel que anuncia la
palabra que Otro le comunica.
En la tercera
–“un Otro que ha transferido totalmente el
poder de interpretar”–
también ha caducado la posibilidad de que el intérprete acceda por
alguna mediación al texto. El texto ha encarnado en aquel que
detenta la verdad del mismo. No hay distancia entre el texto y el
que se ha fundido con su letra haciendo de la verdad saber
encarnado. En estas condiciones, para el sujeto sólo cabe la
posibilidad de creer en aquel que encarna el saber divino. En
consecuencia, acceder al texto no implica pasar por la función del
intérprete sino hacer cuerpo con ese saber aceptando la
divinización del intérprete absoluto. No se trata aquí de
interpretar sino de creer en el Otro encarnado.
Interpretar implica un doble movimiento: por una parte, una
afirmación del texto; por otra, un agujereamiento del mismo
desconociéndole plenitud; supone declarar la insuficiencia de la
palabra para decirlo todo al introducir un enigma en el lugar del
vacío. El sujeto, por la brecha que abre la interpretación, se
encuentra sin medida para su acto. Y al mismo tiempo en que sostiene
al texto como referente, la interpretación señala la imposibilidad
de acceso a la verdad última.
Por ello
–y de esta manera enfatizando el análisis de Kreszes–
sólo
hay función del intérprete en la segunda de las posiciones
presentadas (a condición de que ello no implique la creencia como
coagulación imaginaria de un sentido).
La interpretación es un acto producido por esa insuficiencia de la
ley en un movimiento en que la ley es sostenida y agujereada en
acto. La interpretación no es un método para descubrir la verdad que
el texto guarda
– pretensión de la hermenéutica–
sino productora de una verdad nacida del encuentro con la
inconsistencia. No se trata entonces de la interpretación de la
verdad sino de la verdad de la interpretación; la verdad como
correlativa a esa operación de interpretación cuya autoridad reside
en la verdad de instauración.
En el campo del derecho,
pero no ya como universo de discurso sino como escena jurídica, la
confrontación del acto no es en sentido estricto con la ley sino con
la interpretación. Ésta opera en dos direcciones. Por una parte,
ofrece una lectura de la ley; por otra, invita al sujeto a hacer una
lectura de su acto, a leer en ese acto su encuentro y desencuentro
con la ley que la interpretación le ofrece. De este modo proyecta el
agujero de la ley sobre el acto quitándole el refugio de los
atenuantes o sustrayéndolo del amparo de la inimputabilidad.
De este modo, la interpretación reserva a cada uno la singularidad
de su relación con la ley.
En uno de los cuentos de Kafka, "Ante la ley", el personaje del
campesino es invitado a hacer su ingreso a la Ley por una puerta
que, según el guardia le revela al final del relato, sólo a él le
estaba reservada y que se dispone a cerrar para siempre ante la
muerte inminente del campesino.
Desde esta perspectiva el castigo cumple una función que las
distintas concepciones sostenidas en el derecho, ya sean
utilitaristas o retribucionistas, no alcanzan a vislumbrar. Queremos
enfatizar aquí la distinción entre lo que el derecho cree
producir -por
una a concepción del sujeto "arbitrariamente restringida al yo
metapsicológico"-
de aquello que produce más allá de esa creencia. No obstante, que el
derecho sostenga tal concepción del sujeto no deja de tener
consecuencias, y en esa doble inscripción entre lo que pretende
producir y lo que efectivamente produce radica la frecuente
oscilación entre lo que su ideología produce y su función performativa, fundadora de una verdad de instauración.
Esta doble posición, que el derecho nunca alcanza a resolver
oscilando pendularmente de una a otra, es particularmente visible en
el doble juicio por el múltiple homicidio cometido por Lortie en la
Asamblea Nacional de Québec y analizado por P. Legendre. En el
primer juicio, al aplicársele al acusado el artículo 16 del
código de justicia canadiense -que lo signaba como enajenado
mental-, le otorgaba el beneficio de no testimoniar en su juicio. Lo
jurídico se sustraía de dirigirle una imputación a Lortie apoyándose
en la constatación de aquello que Lortie era: un enajenado
mental. En tal decisión se hace coincidir a Lortie -no a su acto-
con la letra de la ley. Mejor dicho, en esa decisión se expresa la
pretensión de reunir
-y
hacer coincidir-
el ser de Lortie, su acto y la letra de la ley. Al menos en este
caso, el resultado no es muy alentador: se produce allí un colapso
subjetivo, un efecto de arrasamiento que, anticipándose a la palabra
de Lortie, la cancela. En esta decisión jurídica el sujeto queda sin
interpelación, enajenado de su palabra por una operación que busca
la coincidencia plena entre la letra de la ley y el ser que se le
atribuye al autor. Otro relato de Kafka, "En la colonia
penitenciaria", muestra con toda crudeza, el extremo de semejante
operación: el reo es sometido a la sentencia que consiste en
inscribir sobre su cuerpo la disposición que ha violado. La rastra
que actúa sobre el condenado y que tiene la forma del cuerpo
va grabando con sus agujas una inscripción que el supliciado no
alcanza a ver y que sólo puede registrar con la carne misma: "el
hombre comienza lentamente a descifrar la inscripción, estira los
labios hacia fuera, como si escuchara. Usted ya ha visto que no es
fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la
descifra con sus heridas".
Respecto a Lortie, recordemos que, en plena ejecución del acto loco,
es abordado por el sargento Jalbert, quien le pide explicaciones
sobre su acto y Lortie responde: No puedo decírtelo. No es mi
corazón es mi cabeza[...]
¿Qué es lo que acabo de hacer? No me lo preguntes a mí, no soy
yo, es mi cabeza.
El pedido de explicaciones de Jalbert no alcanza a interpelar a
Lortie quien, sentado en el sillón del presidente de la Asamblea
Nacional, no está en posición de recibir tal pedido bajo la forma de
una interpelación. Es sólo el auditor y no el destinatario
de ese pedido. El primer juicio llevado a cabo, reafirma ese
movimiento forclusivo de la palabra al confirmarle su carácter de
enajenado, clausurando su palabra. Aquí la escena jurídica se
orienta en sentido inverso a la intervención de Jalbert: lo
desculpabiliza, escamoteando dirigirle la pregunta que buscaría
producir un sujeto conminándolo a responder. Tal decisión judicial
no logra constituir la escena que, atribuyendo responsabilidad,
habilite un lugar en el que sea posible una respuesta del sujeto.
Tiempo más tarde, la apelación introducida por
Lortie y su abogado, rechazando la definición de enajenación mental,
permite que se celebre un segundo juicio. Será esta la instancia en
la que Lortie será puesto en una posición radicalmente distinta al
dirigírsele la palabra para que el acusado dé cuenta de su acto.
Esto le permite a Lortie decirle al juez: "Tu sabes, no puedo decir
que no soy yo. Soy yo. ¿Qué más quieren que diga?"
El estatuto de la interpretación, en la medida que no sea reducida a
la hermenéutica, no llena o colma la laguna de la ley -como lo
pretende Kelsen- sino que la sustituye por un fallo. El acto
del juez se expresa nada menos que en un fallo de la ley, con
toda la ambigüedad que esta expresión comporta. La interpretación es
la forma de este fallo en el que la ley se pronuncia a partir de la
grieta introducida por la función del intérprete. Este acto de
enunciación desde el agujero de la ley brinda las condiciones para
la emergencia de un sujeto, entendido siempre como posición
subjetiva y nunca como alguna forma de sustancialización.
Si bien muchos de los términos aquí enunciados indican ya la
dirección en la que nuestra propuesta se sostiene, convendría
considerar puntualmente cómo operan en nuestro campo los términos
que buscamos diferenciar.
Entre los psicoanalistas, es frecuente encontrar un firme rechazo al
psicoanálisis aplicado entendido éste como la traslación de
desarrollos teóricos del psicoanálisis a situaciones ajenas a la
clínica, en particular aquellas circunstancias sociales que buscan
ser explicadas con categorías teóricas analíticas. Sin dudas que se
trata una reserva aconsejable, especialmente cuando asistimos a
explicaciones como las que se produjeron, por ejemplo, en el crimen
cometido por Junior en Carmen de Patagones. Ahora bien, en
esta vía que busca evitar ubicar al psicoanálisis como la fuente de
toda explicación –y rechaza por ello su utilización fuera del ámbito
clínico– nos encontramos con un doble problema. Por una parte, deja
de lado lo que se ha llamado psicoanálisis en extensión. Pero no es
este el lugar para detenerse en este punto. Lo que sí nos interesa
destacar es la segunda de las dificultades que acarrea
implícitamente ese rechazo y que suele quedar desconocido. Al
rechazar el psicoanálisis aplicado suele olvidarse que el lugar más
frecuente para la aplicación del psicoanálisis -y con mayores
consecuencias- es el terreno de la clínica misma. En efecto, la
reducción de un análisis posible a la observación desde la
perspectiva del caso; las supervisiones que hacen de un
discurso la ilustración de la teoría, tienen una frecuencia
mucho mayor que la que están dispuestos a sospechar los guardianes
del psicoanálisis de los peligros de su aplicación. Por esta vía, la
de un saber que anticipa y que, en su suficiencia, tiene previstas
las respuestas para todo, naufraga la posibilidad de un análisis o
de situar algo de la singularidad tras la utilización instrumental
de la teoría. La eficacia performativa de la palabra queda excluida
al saturarse el lugar de la enunciación con el enunciado autorizado
por el saber de la teoría.
Para el campo clínico, resultan especialmente interesantes aquellas
“condiciones de felicidad” que Austin plantea para que el
performativo tenga lugar. La relación necesaria del par
condiciones de felicidad-performativo, se corresponden en la
clínica con el de transferencia- interpretación. Si la
interpretación tiene valor performativo al instaurar una nueva
situación para el sujeto concernido en ella, esto sólo es posible en
la medida que el campo transferencial opera como condición de
posibilidad. Por fuera de la transferencia la interpretación no es
tal y, en consecuencia, la performatividad está ausente. Cuando una
tal “interpretación” se presenta, ella es efecto de algo que el
analista ha entendido del caso. Se trata del
funcionamiento de un saber sobre el caso sostenido en el
saber sobre la teoría. Esa palabra que surge del analista y
pretende valor de interpretación, queda huérfana de su potencia
performativa al presentarse desanclada de la transferencia. De este
modo cae la posibilidad de producir un efecto sujeto, lo que sólo es
posible prescindiendo del saber sobre la teoría y dando lugar a un
punto de corte, de falta radical en el que ningún saber se sostiene.
La interpretación interpela al sujeto, y allí reside su función
performativa al producir condiciones que no estaban presentes
antes que ella se enunciara. La enunciación de la interpretación
requiere vaciar de saber a la palabra al presentarse como
enunciación sin sentido.
Ubicar algo en la laguna del relato en los intersticios del discurso
no persigue la ilusoria idea de restituir lo que allí faltaría sino
la de introducir un operador que permita producir un sujeto. Por lo
tanto, la interpretación no cosiste en "adivinar" aquello que se ha
reprimido sino de introducir un término que no busca correspondencia
con una realidad olvidada.
La ausencia de aquellas "condiciones de
felicidad" permite situar una preciosa distinción que los lingüistas
formulan y de gran interés en este pasaje de nuestro trabajo. Se
trata del destinatario y el auditor.
El destinatario es aquel
a quien se habla; el auditor es aquel ante quien se habla.
Es necesario relativizar esta definición. En primer lugar porque en
ella se pone el acento en uno de los participantes del diálogo,
aquel que habla quien, supuestamente decide a quien se dirige o ante
quien habla. Sin embargo, el punto de interés está en el otro
participante del diálogo, aquel que se ubica frente a la palabra
pronunciada.
El destinatario puede estar en tal situación sólo formalmente si se
coloca como un mero auditor de la palabra que finalmente no lo
alcanza. A la inversa, el supuesto auditor puede encontrarse
concernido por aquello que ante él se dice y quedar implicado como
destinatario.
Volvamos sobre Lortie y recordemos que Jalbert le solicita una
explicación. Tal solicitud carece de toda eficacia interpelativa.
Lortie, se encuentra ajeno a esa solicitud, subjetivamente
imposibilitado de darle entrada a esa palabra que lo busca como
destinatario y a la que sólo puede responder como mero auditor.
Bibliografía
Freud, S.: "La responsabilidad moral por el contenido de los
sueños", Obras completas, Biblioteca Nueva.
Haimovich, E.: "Superyó: política de la herencia", en Redes de la
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Kelsen, H.: "Teoría pura del derecho", UNAM, México, 1979.
Kreszes, D.:“Segregación
y exterminio”, en Revista de la Perra, año 7, Nº 9, 1997,
Editores de la Perra, Rosario.
"Filiación y juridicidad de la lengua" en
Redes de la Letra Nº 7, Ediciones Legere, Bs. As.,
noviembre 1997.
"Ética y superyó" en Redes de la Letra
Nº 8, Ediciones Legere, Bs. As., noviembre 1998.
Legendre, P.: "El crimen del cabo Lortie. Tratado sober el padre",
Siglo XXI, México, 1994.
Récanati, F.: "La transparencia y la enunciación. Introducción a la
pragmática", Hachette, Bs. As., 1981.
Legendre, P.: Op cit., pág. 105.