1.
El tema de la responsabilidad penal de los menores de edad no es
nuevo en América Latina. Desde la constitución de los estados
nacionales hasta hoy, la
percepción y el tratamiento de la responsabilidad penal de los
menores de edad ha transitado por tres grandes etapas.
Una
primera etapa que puede denominarse de carácter
penal
indiferenciado,
que
se extiende desde el nacimiento de los códigos penales de corte
netamente retribucionista del siglo
xix, hasta 1919. La
etapa del tratamiento
penal indiferenciado
se
caracteriza por considerar a los menores de edad prácticamente
de la misma forma que a los adultos. Con la única excepción de
los menores de siete años, que se consideraban, tal como en la
vieja tradición del derecho romano, absolutamente incapaces y
cuyos actos eran equiparados a los de los animales, la única
diferenciación para los menores de 7 a 18 años consistía
generalmente en la disminución de la pena en un tercio en
relación con los adultos. Así, la privación de libertad por un
poco m en os de tiempo que los adultos y la más
absoluta promiscuidad
constituían una regla sin excepciones.
Una
segunda etapa es la que puede denominarse de carácter
tutelar.
Esta etapa tiene su origen en los
EEUU de fines del siglo
xix, es liderada por el llamado Movimiento de los
Reformadores y responde
a una reacción de profunda indignación moral frente a las
condiciones carcelarias y muy particularmente frente a la
promiscuidad del alojamiento de mayores y menores en las mismas
instituciones. A partir de la experiencia de los EEUU esta
reforma influenció rápidamente todos los países de Europa
Occidental. Comenzando en 1905 en Inglaterra, para 1920
prácticamente todo el resto de los países europeos ya había
creado, no solo una legislación especializada (las leyes de
menores), sino también una administración especializada de la
“cuestión minoril” (los Tribunales de Menores). Sin embargo, es
a partir de Europa y no de la experiencia de los EEUU, que la
especialización del derecho y la administración de la justicia
de m en ores se introduce en América Latina. En un arco de
tiempo de 20 años, que comienza en 1919 en la Argentina con la
aprobación de la ley Agote en 1919 (todavía hoy vigente),
todos los países de la región terminaron adoptando el nuevo
modelo.
Pero
un análisis crítico permite poner en evidencia que el proyecto
de los Reformadores, más que en una victoria sobre el viejo
sistema, consistió en un compromiso profundo con aquel. Las
nuevas leyes y la nueva administración de la justicia de menores
nacieron y se desarrollaron en el marco de la ideología en ese
momento dominante: el positivismo filosófico. La cultura
dominante de secuestro de los conflictos sociales, es decir, la
cultura según la cual a cada “patología” social debía
corresponder una arquitectura especializada de encierro, sólo
fue alterada en un único aspecto: la promiscuidad. La separación
de adultos y menores fue la bandera victoriosa de los
Reformadores norteamericanos, en menor medida de sus seguidores
europeos y hasta hace muy poco, mucho más una expresión de
deseos de sus emuladores latinoamericanos. En este último caso
–donde todavía hoy la colocación de menores de edad en las
cárceles de adultos persiste como un problema no poco importante
en muchos países de la región– solo el desentenderse de las
consecuencias reales de las decisiones de la administración de
justicia, así como el predominio de los eufemismos, permitieron
“resolver” esta situación manteniendo “limpia” la conciencia.
No es
el momento de reiterar aquí las vicisitudes y los motivos de
sobrevivencia del modelo
tutelar
en América Latina desde 1919 hasta
1989, para lo cual remito a varios oportunamente escritos sobre
el tema
. Me interesa mucho más registrar y caracterizar el nacimiento
de una nueva etapa en 1989 con el aprobación de la Convención
Internacional de los Derechos del Niño (en adelante, CIDN).
La
CIDN marca el advenimiento de una nueva etapa que puede ser
caracterizada como la etapa de la
separación,
participación y responsabilidad.
El
concepto de
separación
se
refiere aquí a la neta y necesaria distinción, para comenzar en
el plano normativo, de los problemas de naturaleza social de
aquellos conflictos específicos con las leyes penales. El
concepto de
participación
(admirablemente sintetizado en el art. 12 de la CIDN) se refiere
al derecho del niño a formarse una opinión y a expresarla
libremente en forma progresiva de acuerdo con su grado de
madurez. Pero el carácter progresivo del concepto de
participación
contiene y exige el concepto de responsabilidad, que a partir de
determinado momento de madurez se convierte no solo en
responsabilidad social
sino
además y progresivamente en una
responsabilidad
de
tipo específicamente
penal,
tal como lo establecen los arts. 37 y 40 de la CIDN.
La
tercera y actual etapa es la etapa de la
responsabilidad
penal de los adolescentes
que
se inaugura en la región con el Estatuto del Niño y el
Adolescente (ECA) de Brasil aprobado en 1990. El ECA de Brasil
constituye la primera innovación sustancial latinoamericana
respecto del modelo tutelar de 1919. Durante más de setenta
años, desde 1919 a 1990, las “reformas” a las leyes de menores
constituyeron apenas variaciones de la misma melodía.
2.
El modelo de
responsabilidad
penal de los adolescentes
constituye una ruptura profunda, tanto con el modelo
tutelar,
cuanto con el modelo
penal indiferenciado,
que hoy se expresa exclusivamente en la ignorante o cínica
propuesta de baja de la edad de la imputabilidad penal.
Por
su parte, el modelo del ECA (Estatuto del Niño y del
Adolescente) demuestra que es posible y necesario superar tanto
la visión pseudo-progresista y falsamente compasiva de un
paternalismo ingenuo de carácter
tutelar,
cuanto la visión retrógrada de un retribucionismo hipócrita de
mero carácter
penal represivo. El modelo
de la
responsabilidad penal de los adolescentes
(de ahora en
adelante RPA) es el modelo de la justicia y de las garantías.
El
modelo de la RPA dispuesto por el ECA posee algunas
características esenciales que vale la pena poner aquí en
evidencia.
En primer lugar y a pesar que la CIDN, sobre todo en su carácter
de instrumento jurídico de carácter universal, define como niño
a todo ser humano hasta los dieciocho años incompletos, el ECA
parte por diferenciar jurídicamente situaciones que el sentido
común y la psicología evolutiva ya distinguían hace mucho
tiempo: que no es lo mismo un ser humano de cuatro años que uno
de diecisiete. De esta forma el ECA define como niño a todo ser
humano hasta los doce años incompletos y como adolescente a todo
ser humano desde los doce hasta los dieciocho años incompletos.
Inspiradas en el ECA, todas las nuevas legislaciones
latinoamericanas sustancialmente adaptadas a la CIDN establecen
la misma distinción, variando solamente y en forma leve la
frontera entre las dos categorías, para trece o catorce años en
algunos casos, o incluso colocando alguna distinción ulterior
para mayores de quince años tal como lo dispone la ley de
Responsabilidad Penal Juvenil de Costa Rica.
En
todo caso, el principio general que interesa poner en evidencia
es la diversidad del tratamiento jurídico con base en la faja
etaria. Así, los niños no solo son penalmente inimputables sino
que además resultan penalmente irresponsables. En el caso de
comisión por un niño de actos que infrinjan las leyes penales,
solo podrán corresponder –eventualmente– medidas de protección.
Por contrario, los adolescentes, también penalmente inimputables
resultan, sin embargo, penalmente responsables. Es decir,
responden penalmente –en los exactos términos de leyes
específicas como el ECA– de aquellas conductas pasibles de ser
caracterizadas como crímenes o delitos. En la historia real del
tratamiento de hecho y de derecho del “menor infractor” (y no en
la historia corporativa y eufemística), la responsabilidad penal
de los adolescentes por actos típicos, antijurídicos y
culpables, constituye un avance y una conquista extraordinaria
respecto de la “bondadosa” responsabilidad por “actos
antisociales”, construcción típica de las múltiples variables de
la etapa tutelar.
No
hace falta ser muy perspicaz para entender que la categoría de
“actos antisociales” no constituye otra cosa que un eufemismo
para legitimar el casuismo subjetivista de los distintos
segmentos (judiciales o administrativos) responsables de la
cuestión “minoril”. En este contexto, el rechazo de la
responsabilidad penal, constituye una hipócrita o ingenua
reacción, en primer lugar corporativista, a la definición de los
adolescentes como sujetos reales de derechos y
responsabilidades.
El
modelo de la responsabilidad penal de los adolescentes de Brasil
trascendió rápidamente las fronteras nacionales e influenció
notablemente posteriores procesos de reforma legislativa en la
región. La ley de Responsabilidad Penal Juvenil de Costa Rica (LRPJ)
se inscribe en dicha tradición pero representa al mismo tiempo
un salto cualitativo cuya importancia no puede desconocerse. Con
excepción del art. 132 de la LRPJ, artículo absurdo, demagógico
y flagrantemente violatorio del art. 37 inc. a) de la CIDN, la
LRPJ constituye una visión superadora de la técnica jurídica que
inspiró al ECA. Sin desconocer la sideral distancia que separa
la realidad brasileña de la realidad costarricense, algunas
semejanzas y discrepancias entre ambos casos merecen ponerse en
evidencia.
Ambas
leyes se caracterizaron por un alto consenso social, que en el
caso de Brasil se configuró como un enorme proceso de
movilización social y en el caso de Costa Rica por la ausencia
absoluta de oposición a las transformaciones propuestas por la
nueva ley. En el caso de Brasil, el ECA creó y fue al mismo
tiempo el resultado de un proceso jurídico endógeno donde los
grandes nombres del derecho en general y del penal en particular
permanecieron ausentes o indiferentes. Por el contrario, en el
caso de Costa Rica los nombres más significativos del derecho en
general y muy particularmente del derecho penal, colaboraron y
colaboran activamente tanto en el proceso de producción cuanto
en el proceso de implementación. El derecho de la
infancia-adolescencia en Costa Rica no es una cuestión de
“especialistas” (de niñólogos para decirlo sin eufemismos). El
derecho de la infancia-adolescencia es en Costa Rica una
cuestión de derecho y sobre todo de
todos
los juristas democráticos y
garantistas. Costa Rica no ha caído en la trampa-falacia de la
cacareada “autonomía del derecho de menores”, otro eufemismo que
esconde en este caso el intento de legitimar violaciones
groseras al derecho de todos los individuos. No está de más
reiterar aquí que de lo que ha sido autónomo el (no) derecho de
menores, es solo del derecho constitucional.
En
todo caso (más allá obviamente de contextos socio-económicos
diversos), las principales diferencias entre el ECA y la LRPJ de
Costa Rica tienen que ver con los tiempos de aprobación y con la
sofisticación de las técnicas jurídicas mucho más refinadas y
garantistas, es decir, menos abiertas y discrecionales en el
caso de la ley de Costa Rica. Pero, además, me parece importante
ofrecer aquí algunos elementos de análisis a partir de los
procesos diversos de resistencias que generaron ambas leyes.
En
el caso del ECA de Brasil el carácter corporativo de las
reacciones contrarias –me refiero especialmente aquí al período
de su aprobación parlamentaria, así como al período inicial de
implementación– quedó reducido a la resistencia
político-cultural que generaron sectores pública y
explícitamente identificados con el viejo Código de Menores (que
había sido aprobado en el período de la dictadura militar en
1979) y con las prácticas tradicionales de institucionalización
y criminalización de la pobreza.
En
el caso de Costa Rica, las resistencias nacionales a la ley se
limitaron a inexpresivas críticas marginales –en general de
carácter oral– por parte de pequeños grupos del área de
influencia de la cultura “alternativa”. Lo que hace interesante
el caso de la LRPJ de Costa Rica es que las resistencias
significativas a ella se ubicaron sobre todo fueran de las
fronteras nacionales. Escasos y ambiguos son los textos de
rechazo a la ley. Las resistencias se expresaron mucho más en
críticas veladas, casi vergonzantes, de carácter oral, que
unieron a un conglomerado ideológicamente tan variado cuanto
pintoresco y contradictorio.
El
rechazo
tout court
al
derecho penal juvenil, slogan
adoptado por los opositores a la LRPJ de Costa Rica y a las
disposiciones del ECA relativas al adolescente infractor, unió
objetivamente los intereses corporativos de aquellos que con
funciones judiciales o administrativas resisten la pérdida de
poder discrecional, con sectores “progresistas”
cultores de las variadas formas del abolicionismo vernáculo.
Por
eso las objeciones –siempre ambiguas y solapadas– incluían un
arco temático que iba desde la necesidad de considerar los “aspectos
positivos de la doctrina tutelar”, hasta un alerta sobre el
efecto inicial de reducción de la población privada de libertad
en condiciones de aplicación de una LRPJ, pero su seguro aumento
desmesurado posterior. Las cifras de la administración del
sistema de justicia juvenil de Costa Rica, cuatro años después
de entrada en vigencia de la ley, desmienten rotundamente dichas
acusaciones.
Paradójicamente, la oposición “progresista” latinoamericana a
las leyes de RPJ acabó desembarcando en Brasil, fisurando el,
por otra parte, heterogéneo movimiento de lucha por los derechos
de la infancia. Brasil, tierra fecunda para diversos tipos de
mesianismos, agregó uno más a su larga lista. En lo que sigue se
presenta, para información del lector, un análisis crítico del
debate actual sobre la responsabilidad penal de los adolescentes
en el Brasil.
3.
Tal vez nada caracterice mejor los problemas actuales del
“Estatuto da Crianca e do Adolescente” (ECA) que aquello que
podría denominarse su doble crisis: crisis de implementación y
crisis de interpretación. En todo caso, si la primera crisis
remite al reiterado déficit de financiamiento de las políticas
sociales básicas, la segunda es de naturaleza político-cultural.
La
crisis de implementación remite a las carencias en salud y
educación, así como al (inútil) intento de sustituir la calidad
y cantidad de políticas universales como la escuela y los
servicios de salud con sucedáneos ideológicos, sean estos de
corte social-clientelista (inadecuada focalización de políticas
asistenciales), sean estos de corte represivo (ineficaces e
ilegales políticas autoritarias de ley y orden, sin respeto por
las libertades individuales y sin ningún aumento real de la
seguridad ciudadana). En este contexto, resulta paradójico que
los costos de legitimidad de esta crisis no sean mayores para el
sistema político en su conjunto, debido a las reiteradas
denuncias y evidencias acerca del mal uso de los –casi siempre–
escasos recursos dedicados al gasto social. Dicho en otras
palabras, el mal manejo del gasto social opera como un factor
que legitima su propia reducción: “Ya que gastan mal, que por lo
menos gasten poco”, es la expresión popular que mejor
caracteriza esta situación. Por lo demás, conviene recordar que
aunque la crisis de implementación remite al problema del bajo
financiamiento de las políticas sociales, de ninguna forma se
deja explicar únicamente por aquel. O dicho de otra forma,
en las condiciones
actuales de las crisis de implementación e interpretación, no
hay aumento del financiamiento del gasto social que permita
resolver los problemas sociales que g en era la primera crisis y
amplifica la segunda.
Pero
la gravedad de la situación actual solo puede comenzar a
entenderse cuando se considera la existencia simultánea de las
dos crisis. A la (recurrente) crisis de implementación es
necesario agregarle la (relativamente novedosa) crisis de
interpretación.
Mucho
más compleja que la crisis de implementación es la naturaleza y,
por consiguiente, la explicación de la crisis de interpretación.
En primer lugar, quisiera dejar claro que de ninguna manera me
parece que la crisis de interpretación sea de naturaleza
técnica
y que remita por ello, por ejemplo,
a la complejidad de los nuevos tecnicismos jurídicos que posee
el ECA. Es sabido que desde el punto de vista estrictamente
técnico-jurídico cualquier legislación garantista es, como
mínimo procesalmente, de carácter complejo. Es obvio que lo
contrario no se verifica en forma automática, no toda
legislación compleja resulta necesariamente garantista.
El
carácter garantista de una legislación remite a una doble
caracterización. Por un lado, al respeto riguroso por el imperio
de la ley propio de las democracias constitucionales basadas en
una perspectiva de los derechos humanos hoy normativamente
establecidos y, por otro, a la existencia de mecanismos e
instituciones idóneas y eficaces para la realización efectiva de
los derechos consagrados. Desde este punto de vista, no existen
dudas acerca de que
la cara opuesta del
garantismo es el subjetivismo y la discrecionalidad.
La
derogación del viejo Código de Menores de Brasil de 1979 por el
ECA en 1990, no constituyó ni el resultado de un rutinario
proceso de evolución jurídica, ni una mera “modernización” de
instrumentos jurídicos. Existen hoy sobradas evidencias que
demuestran que dicha sustitución resultó un verdadero (y brusco)
cambio de paradigma, una verdadera revolución cultural.
Para
quienes fueron conscientes de la verdadera profundidad y
naturaleza de las transformaciones, era claro que no se trataba
solamente de erradicar en forma definitiva las
malas
prácticas autoritarias, represivas
y criminalizadoras de la pobreza. Se trataba (y se trata
todavía), además y sobre todo, de eliminar las
“buenas”
prácticas “tutelares y compasivas”.
Se partía aquí de la constatación, lamentablemente confirmada
por la historia en forma reiterada, acerca de que las peores
atrocidades contra la infancia se cometieron (y se cometen
todavía hoy), mucho más en nombre del amor y la compasión que en
nombre de la propia represión. Se trataba (y todavía se trata)
de sustituir la
mala,
pero también la
“buena”
voluntad, nada más –pero tampoco nada menos– que por la
justicia. En el amor no hay límites, en la justicia sí. Por eso,
nada contra el amor cuando el mismo se presenta como un
complemento de la justicia. Por el contrario, todo contra el
“amor” cuando se presenta como un sustituto, cínico o ingenuo,
de la justicia.
Sin
ignorar las profundas violaciones que todavía subsisten,
especialmente en los “tratamientos”
derivados de la ejecución de las medidas de privación de
libertad (se deja de lado aquí el tema de la pertinencia
jurídica de la medida, tema vinculado con la interpretación
judicial de la ley), sería injusto desconocer la existencia de
serios avances en la disminución de las
malas
prácticas. Las formas más grotescas
y abiertas del
“menorismo” (y sus exponentes) están no solo en retroceso sino
además en franco proceso de extinción. No caben dudas de que los
problemas hoy son de una índole radicalmente diversa.
La
crisis de interpretación del ECA se vincula hoy muy
especialmente con las “buenas”
prácticas tutelares y compasivas o, lo que es lo mismo, con la
persistencia de una cultura –ahora supuestamente “progresista”–
del mesianismo, el subjetivismo y la discrecionalidad.
Las
bondades (y especialmente la excelencia técnico-jurídica) del
ECA no son solo intrínsecas a aquel. En buena parte ellas se
derivan de una correcta y sobre todo rigurosa interpretación de
la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño
(especialmente de sus arts. 37 y 40), así como de otros
instrumentos internacionales que en conjunto conforman la
llamada Doctrina de la Protección Integral. De igual forma
(aunque mucho más detalladamente) que la Convención, también el
ECA reformula radicalmente, para comenzar desde el punto de
vista normativo, las relaciones de niños y adolescentes con el
Estado y con los adultos. Así, lo que especifica dicha
reformulación es la sensible disminución (aunque no la
eliminación) de los elementos que marcaron históricamente la
relación del Estado y los adultos con niños y adolescentes:
subjetivismo y discrecionalidad.
Por
si aún faltaban evidencias, es precisamente en esta
reformulación que está condensado lo que con justicia se ha
denominado el cambio de paradigma. De este modo, los fundamentos
filosóficos en la percepción y tratamiento de la infancia, se
desplazan de la “bondad” discrecional a la justicia garantista.
A
fines de la década de los ‘80 fueron los “excesos” del menorismo
(en forma similar a los “excesos” de las dictaduras) los que
provocaron y facilitaron la conformación de un amplio frente
opositor (en lo político y en lo social) que aceleró sus caídas
(del menorismo y de la dictadura). De forma similar que la
oposición a la dictadura, la oposición al Código de Menores del
‘79 provocó la creación de un vasto y sobre todo heterogéneo
frente de apoyo al ECA. Este vasto movimiento incluyó a aquellos
que vieron –correctamente– en la transformación legislativa, en
particular un instrumento para la mejora de las condiciones
materiales de la infancia, y en general una extraordinaria
posibilidad para aumentar la calidad y la cantidad de la vida
democrática. Pero este vasto movimiento incluyó también a
aquellos que –incorrectamente– vieron en la potencialidad del
proceso de transformaciones jurídicas una posibilidad para
acceder a la revolución social por otros medios, una forma para
canalizar diversos tipos de mesianismos personales o incluso un
modo novedoso para intentar la relegitimación de viejos
corporativismos. Esta visión no solo era incorrecta, además era
profundamente limitada. Para ella, de lo que se trataba era de
la mera eliminación de los “excesos” minoristas hasta el día de
las grandes transformaciones político-económicas (el alibi
estructural en palabras de Antonio Carlos Gomes da Costa).
A la
discrecionalidad y al subjetivismo
malo
era posible, pero sobre todo
necesario, oponerle la discrecionalidad y el subjetivismo “bueno”. La
transformación jurídica se convertía así en excusa y razón
suficiente para lo que en realidad importaba: el mero cambio de
personas. El cambio de las instituciones se produciría así por
la ley de la buena voluntad, tan poderosa cuanto la ley de
gravedad.
Las
fisuras que se producen hoy dentro del vasto movimiento de lucha
por los derechos de la infancia, no son arbitrarias ni
superficiales. Responden a percepciones radicalmente diversas de
la justicia y de lo social vinculado con la infancia. Por un
lado, a la convicción de aquellos que piensan que solo es
necesario (y suficiente) cambiar los contenidos de los
subjetivismos y las discrecionalidades y, por el otro, a la
convicción de aquellos que piensan (entre los que me cuento) que
no existen discrecionalidades y subjetivismos
buenos.
Tal como lo afirma sin ambigüedades
el mayor teórico del garantismo penal contemporáneo
–el
Profesor Luigi Ferrajoli–
la ausencia de reglas nunca es tal; la ausencia de reglas es
siempre la regla del más fuerte. En el contexto histórico de las
relaciones del Estado y los adultos con la infancia, la
discrecionalidad ha funcionado siempre de hecho y de derecho en
el mediano y en el largo plazo como un
mal
en sí mismo. Además de incorrecta,
la visión subjetivista y discrecional es miopemente inmediatista
y falsamente progresista.
Reafirmar un no claro a la baja de edad de la imputabilidad
penal, posición que nos encuentra en un todo de acuerdo con
quienes al mismo tiempo poseemos discrepancias profundas, es
condición
sine qua non
aunque de ninguna manera
suficiente, para la formulación de cualquier política seria y
responsable en el área de la justicia juvenil.
Los
adolescentes son y deben seguir siendo inimputables penalmente,
es decir, no deben estar sometidos ni al proceso ni a las
sanciones de los adultos y sobre todo jamás y por ningún motivo
deben estar en las mismas instituciones que los adultos. Sin
embargo, los adolescentes son y deben seguir siendo penalmente
responsables de sus actos (típicos, antijurídicos y culpables).
No es posible ni conveniente inventar eufemismos difusos tales
como una supuesta responsabilidad social, solo aparentemente
alternativa a la responsabilidad penal. Contribuir a la creación
de cualquier tipo de imagen que asocie adolescencia con
impunidad (de hecho o de derecho) es un flaco favor que se les
hace a los adolescentes, así como, objetivamente, una
contribución irresponsable a las múltiples formas de justicia
por mano propia, sobre las que Brasil desgraciadamente posee una
amplia experiencia.
La
responsabilidad –en este caso penal– de los adolescentes es un
componente central de su derecho a una plena ciudadanía.
Pretender construir ciudadanía sin responsabilidad constituye un
contrasentido producto de la ingenuidad o de la torpeza.
4.
Resulta prematuro hoy realizar vaticinios, tanto sobre la
extensión real de las fisuras que dividen al movimiento de lucha
por los derechos de la infancia, cuanto sobre su carácter
transitorio o irreversible. Sobre lo que sí no caben dudas es
sobre la imposibilidad (y sobre todo la inconveniencia) de
ignorarlas. Ya se trate del trabajo infantil (como en muchos
países latinoamericanos) o de los adolescentes en conflicto con
la ley penal (como en el Brasil), estas fisuras ponen de
manifiesto en primer lugar, que la cultura adulta y estatal en
relación con la infancia ha quedado (en algunos casos) por
debajo o por atrás de las transformaciones legislativas y sobre
todo, por debajo o por atrás de una verdadera cultura garantista.
La discrecionalidad y el subjetivismo se podrán amparar hoy en
“distorsionadas” interpretaciones de carácter moral, político o
religioso, aunque no (como es el caso del Brasil) en argumentos
rigurosos de carácter jurídico. La normativa del ECA
(especialmente en los temas vinculados con los adolescentes en
conflicto con la ley penal) permite parafrasear a Norberto
Bobbio cuando en su extraordinario libro La era de los
derechos afirma que “en la era de los derechos humanos, el
problema radica no tanto en su fundamentación, sino más bien en
su implementación”.
En
qué medida en el subjetivismo y en la discrecionalidad se
ocultan formas “nuevas” de menorismo está todavía por
dilucidarse. En este contexto resulta urgente y necesario, para
ambas partes, comenzar por entender la extensión y los términos
reales de las discrepancias.
Hasta
ahora, lo que podría denominarse como un movimiento de relectura
discrecional y subjetivista del ECA (característica típica de la
crisis de interpretación), se ha expresado mucho más en y con
slogans
que con argumentos: un
–doblemente incomprensible, por cínico o por ingenuo– no al
derecho penal juvenil (al que no se le suma, sin embargo, un no
a la privación de libertad), una preferencia por medidas
socio-educativas de carácter indeterminado, un favorecimiento
del aumento de poder discrecional de la justicia y la
administración en el proceso de aplicación de las medidas así
como indicaciones claras en la dirección de mantener un alto
nivel de “autonomía”
científica respecto del resto derecho en general y de la letra
del ECA en particular (eufemismo para designar a la discreción)
parecen ser los componentes centrales que conforman lo que aquí
he dado en llamar la crisis de interpretación del ECA.
La crisis de
interpretación se configura entonces como la relectura
subjetiva, discrecional y corporativa de las disposiciones
garantistas del ECA y de la Convención Internacional de los
Derechos del Niño. Dicho de otra forma, la crisis de
interpretación se configura en el uso en clave “tutelar” de una
ley como el ECA claramente basada en el modelo de la
responsabilidad.
La
negativa (y en algunos casos la imposibilidad) de en tender, en
primer lugar, al adolescente infractor como una precisa
categoría jurídica, como sujeto de derechos pero también de
responsabilidad
penal
por las infracciones
–culposas o dolosamente– cometidas, así como la miopía para
entender la necesaria y respetuosa articulación entre el derecho
de la sociedad a su seguridad colectiva y el derecho de los
individuos (con independencia de su edad) al respeto riguroso de
sus libertades individuales, constituye una respuesta no solo
equivocada, sino también peligrosamente irresponsable en la
coyuntura actual. Por eso es necesario distinguir aquellas
interpretaciones equivocadas acerca del sentido garantista de la
responsabilidad penal, de aquellas interpretaciones guiadas por
la demagogia ávida de aplauso fácil.
La
construcción jurídica de la responsabilidad
penal
de los adolescentes en el ECA (de
modo que fueran eventualmente sancionados solamente los actos
típicos, antijurídicos y culpables y no los actos “antisociales”
definidos casuísticamente por el juez de menores), inspirada en
los principios del derecho penal mínimo, constituyó una
conquista y un avance extraordinario normativamente consagrado
en el ECA. Sostener la existencia de una supuesta
responsabilidad
social
como
contrapuesta a la responsabilidad
penal,
no solo
contradice la letra del ECA (art. 103), sino que además
constituye –por lo menos objetivamente– una posición funcional a
políticas represivas demagógicas e irracionales. En el contexto
del sistema de administración de la justicia juvenil propuesto
por el ECA, que prevé expresamente la privación de libertad para
delitos de naturaleza grave, rechazar la existencia de un
derecho penal juvenil es tan absurdo como rechazar la ley de
gravedad. Si en una definición realista el derecho penal se
caracteriza por la capacidad efectiva
–legal y legítima– de producir sufrimientos reales, su rechazo
allí donde la sanción de privación de libertad existe y se
aplica, constituye una manifestación intolerable de ingenuidad o
el regreso sin disimulo al festival del eufemismo que era el
derecho de menores.
5.
Este es el contexto en el cual –para bien o para mal– debe
situarse el debate actual entre el subjetivismo discrecional y
una posición consecuentemente garantista.
La
urgencia del debate público se vincula sobre todo con la
necesidad de clarificar posiciones. El bloque de los que
rechazan la responsabilidad
penal
de los adolescentes es todo lo
contrario a un bloque homogéneo. Es necesario distinguir la
competencia y buena fe de aquellos que piensan que la
utilización de un lenguaje descarnado pero sobre todo no
eufemístico (me refiero al uso del término penal) podría
incrementar y legitimar posiciones irracionalmente represivas,
de la mala fe de aquellos profesionales de la injuria gratuita y
la autopromoción.
Hace
ya bastante tiempo que algunos medios de comunicación han sido
sumamente “eficaces” en vincular en forma prácticamente
automática el problema de la seguridad-inseguridad urbana con
comportamientos violentos atribuidos a los jóvenes, muy
especialmente con aquellos menores de dieciocho años. Sin
embargo, no me parece que la iniciativa pueda atribuirse a los
–incluso poco serios e irresponsables– medios de comunicación.
Me parece en cambio, que la iniciativa ha surgido de políticos
poco escrupulosos que antes que nada conciben a la política como
espectáculo y trafican con necesidades y angustias legítimas de
la población tal como el miedo y la inseguridad urbana. Esta
posición, que invariablemente cobra fuerza durante los períodos
electorales, consiste en realizar lo que ellos piensan como una
sencilla operación de trueque en el mercado electoral: el cambio
de votos seguros por la ilusión de la seguridad. La coyuntura
electoral pasa, los votos quedan y la ilusión de seguridad se
evapora. El efecto doblemente perverso de una situación como
esta radica en que lejos de dirigir la indignación contra los
políticos inescrupulosos, algunos sectores de la población y
algunos medios de comunicación confirman su desprecio por
soluciones serias en el marco de la ley y sobre todo su
desprecio indiscriminado por la política, los políticos y las
instituciones. No pocas barbaries de la justicia privada tienen
su origen y “legitimación” en este tipo de procesos.
Sobre todo en los comienzos de estas campañas de alarma social,
la falta de información cuantitativa confiable operaba como un
elemento justificador de la impunidad con que se distorsionaba
la poca y confusa información disponible. Bueno es reconocer que
mucho se ha avanzado en este terreno pero que también mucho
queda por hacer. La obtención de información confiable es solo
en segunda instancia un problema de competencia técnica. En
primer lugar, ella es el resultado de la prioridad y la voluntad
política. Nadie juega hoy con los números de la inflación o de
la desocupación; es de esperar que nadie juegue en el futuro con
los números de los problemas sociales que afectan profundamente
la vida de nuestras sociedades.
Para
enfrentar con seriedad y responsabilidad el problema y por
consiguiente el debate sobre el tipo de responsabilidad que debe
atribuirse a los adolescentes, es necesario comenzar por
colocarlo en su justa dimensión cuantitativa. Sin embargo, la
dilucidación de la dimensión cuantitativa es y debe ser
entendida como condición necesaria aunque no suficiente de una
política socio-jurídica seria y responsable para los
adolescentes en particular y para la sociedad en general. Me
interesa entonces mencionar aquí un último aspecto de carácter
político y conceptual.
La
demanda social por seguridad ciudadana no solo es real, además
es legítima.
Desde el punto de vista de sus contenidos sustantivos, y
quisiera que este punto quedara absolutamente claro, el ECA
constituye una respuesta adecuada, eficiente y concordante con
los más altos stándares internacionales de respeto a los
derechos humanos. El ECA satisface el doble legítimo requisito
de asegurar simultáneamente la seguridad colectiva de la
sociedad con el respeto riguroso de las garantías de los
individuos sin distinción de edad.
La
necesidad de leyes reguladoras de las medidas socio-educativas,
el área más oscura de la administración de la justicia juvenil,
no se justifica ni legitima por imperfecciones técnicas del ECA
y sí en cambio y sobre todo, para contrarrestar la sobrevivencia
de una cultura de la “protección” subjetivista y discrecional.
El debate, ojalá con todo el mundo del derecho y no sólo con los
especialistas, continua abierto.
Ver, sobre este movimiento, el ya clásico libro de
Anthony Platt,
Los “Salvadores del Niño”,
o la invención de la delincuencia,
México, Siglo XXI, 1982.
La mayor parte de ellos se encuentran reunidos en este
volumen.
Para un análisis de los sistemas de responsabilidad
penal de los adolescentes implementados en América
Latina ver Beloff, Mary:
Los sistemas de responsabilidad penal juvenil en América
Latina,
en García Méndez y Beloff:
Infancia, ley y democracia
en América Latina. Análisis crítico del panorama
legislativo en el marco de la Convención Internacional
sobre los Derechos del Niño
(1989-1999),
Bogotá, Temis-Depalma, 2da. Edición aumentada y
actualizada, 1999.
A cuatro años de vigencia de la Ley Penal Juvenil de
Costa Rica, el número de adolescentes privados de
libertad en ese país no sobrepasa la cifra de 30. Al día
de hoy (fin del año 2003) el número de menores de 18
años privados de libertad asciende a 35.