Un delito gravísimo, una víctima socialmente relevante, un
clamor social debidamente amplificado por algunos medios de
comunicación, una investigación policial que no se destaca
por su rapidez y eficacia, declaraciones rimbombantes de
políticos significativos y sobre todo un menor de edad como
supuesto autor. He aquí los ingredientes para que en la
Argentina, otra vez de forma cíclica y espasmódica, se
vuelvan a discutir las relaciones de los menores de 16 años
con el sistema penal. ¿Que más puede agregar alguien que
desde hace exactamente 20 años lidia con la aplicación de un
Régimen Penal de la Minoridad, herencia maldita de la
dictadura militar que 25 años de democracia no han
conseguido reformar?
Un régimen penal que ostenta el triste privilegio de ser el
más brutal y atrasado de América latina. Que asegura, a
través de un misterioso y discrecional tratamiento tutelar
entre los 16 y los 18 años, la impunidad de los delitos
violentos cometidos por adolescentes pertenecientes a los
sectores medios y altos y la criminalización automática de
los adolescentes pobres menores de 16 años. Un régimen que
ya ha sido declarado inconstitucional por la Cámara Nacional
de Casación Penal (que ha ordenado además la liberación de
los menores inimputables y exhortado al Congreso Nacional a
aprobar un verdadero régimen penal juvenil) en el caso del
hábeas corpus colectivo presentado por la Fundación
Sur-Argentina con la colaboración del CELS. ¿Es posible
agregar algún ingrediente novedoso a dicho debate? En mi
opinión, la respuesta es que no sólo es posible, sino además
urgente y necesario echar luz sobre el comportamiento y
posiciones de dos actores significativos de este debate: una
paleoderecha nostálgica del orden procesista y pequeños
grupos seudoprogresistas, nietos trasnochados de un
abolicionismo penal de pacotilla. No resulta difícil
identificar al intendente Posse entre los primeros,
proponiendo soluciones “eficaces” literalmente decimonónicas
sin muchas ataduras legales, mientras se opone hoy a las
propuestas, pésimamente comunicadas, del gobernador Scioli
de debatir la instauración de un serio régimen penal
juvenil. Más difícil de identificar son las cabezas de un
seudoprogresismo que alerta y se rasga las vestiduras frente
a la represión futura, pasando por alto los horrores del
presente: reclusiones perpetuas de menores y centenares de
adolescentes inimputables privados de libertad por una mera
acusación policial con base en expedientes tutelares
amparados en el decreto 22.278 de la dictadura militar.
En este contexto, poco puede sorprender la pérdida de
capacidad para percibir lo obvio: políticas sociales
inclusivas para niños y adolescentes víctimas y severidad
con justicia para los adolescentes victimarios. Una
severidad que implica privación de libertad, entre los 14 y
los 18 años, para delitos graves taxativamente estipulados y
una justicia que, lejos de ser una vaga abstracción
filosófica, exige la puesta en práctica de todos los
mecanismos e instituciones del Estado democrático de
derecho. Un sistema que primordialmente permita conectar al
adolescente con su responsabilidad. He aquí el nudo
gordiano, no de un gobierno, sino de una sociedad que ha
sufrido hasta el paroxismo una monstruosa represión ilegal y
que por eso no consigue articular sin culpas propuestas
serias de represión legal de los comportamientos violentos.
No en vano Leopoldo Marechal alertaba sobre aquello de que
de un laberinto sólo se sale por arriba.